viernes, mayo 12, 2006

EDITORIAL

LA GRACIA DE SER PERSEGUIDOS
Prácticamente desde los inicios de la fe, los hombres y mujeres de Dios han sufrido todo tipo de persecuciones. Dentro y fuera de los acontecimientos consignados en la Biblia, los ejemplos aparecen con mucha frecuencia. En el libro del Éxodo, en los libros proféticos -por citar sólo algunos casos en la escritura del Antiguo Testamento, encontramos las figuras luminosas de estos creyentes. Hombres y mujeres por su fidelidad a Dios padecieron la violencia y las difamaciones.

En el Nuevo Testamento la historia es la misma. Los cristianos de la primera hora sufrieron terribles persecuciones, primero del pueblo judío y luego del Imperio Romano. Fueron castigados en las cárceles, tirados a los leones, esclavizados y calumniados. Sin embargo, esta violencia no debilitó en modo alguno a la Iglesia, todo lo contrario, la "Sangre de sus mártires, fue semilla de nuevos cristianos". La lanza y la espada se convirtieron, en lugar de miedo y desolación, en signos de bendición para todos los cristianos que, saliendo de Jerusalén, esparcieron el mensaje de Jesús por todo el mundo entonces conocido.

Con la celebración de la Eucaristía cada día eran más los convertidos. Las palabras de Jesús: "Soy Yo, no tengan miedo" y el fuego del Espíritu fortalecían y encendían sus labios y sus corazones para predicar y vivir la fe, la esperanza y el amor.

En nuestro tiempo nuevamente se hace necesario -más aún en este contexto de la Solemnidad de Pentecostés- pedir la gracia del Espíritu Santo. Con su ayuda podremos ser verdaderos confesores de la fe. Probablemente ya no con el derramamiento de la sangre, pero sí con el testimonio de una vida coherente, en sintonía con lo que creemos.

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