La Eucaristía no es una "ceremonia" que se debe "presenciar", sino una acción de Cristo que involucra activamente a la Iglesia entera, su Cuerpo Místico. No es el hombre quien celebra el misterio de Cristo, es Él mismo el que en y a través del hombre celebra y comunica su propia vida. El don del sacerdocio bautismal nos hace participar de modo real al sacerdocio de Cristo, ofrecer con Él y en Él al Padre (a través de su ministro consagrado en el Espíritu, presencia suya ante la comunidad) el don de su Amor. Un amor infinito y personal que nos lleva a vivir y a celebrar la fe en la entrañas mismas de la Trinidad. En la Celebración Eucarística, se completa el admirable intercambio iniciado con la Encarnación del Verbo: Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera semejante a Dios.
Es así, divinizándolo, como Cristo involucra al hombre en la celebración de su misterio pascual. Este gran misterio de amor, que constituye el corazón mismo de la Iglesia, se hace visible y palpable a través de signos sencillos, de ritos cargados de hondo sentido histórico y profético, espiritual. La Liturgia es un lenguaje envolvente y suave como el viento que descubre a Elías la presencia del Omnipotente; un lenguaje que revela y esconde, como el silencio elocuente de aquel sepulcro que vio nacer, una oscura noche, la luz del sol que no conoce el ocaso.
Lastimosamente, la mentalidad pragmática y la secularización no han dejado de influenciar en los últimos decenios la suerte de la celebración eucarística. Hay quienes, inspirados por un inmaduro afán reformista, intentan "simplificar" la Divina Liturgia o hacerla “compresible” a la psicología secularizada del “hombre moderno”, olvidando que la modernidad misma ha preferido renunciar a los criterios de la “razón pura” para buscar afanosamente un oasis de misticismo y trascendencia, de belleza. Hoy, el Pueblo de Dios entiende mejor las "palabras" pero, difícilmente, es capaz de contemplar el Misterio en sus signos.
El error, inconsciente tal vez, ha sido pretender “racionalizar”, “explicar” lo “inexplicable”, pretender que la claridad de la Palabra supliese la oscuridad del signo, como si no fuera dicha oscuridad la única luz capaz de hacer comprensible la Palabra. Queriendo hablar a los hombres de Dios, hacer a Dios más cercano a los hombres, hemos olvidado que lo más importante es permitir al hombre hablar con Dios, acercar al hombre a Dios. La Eucaristía, en ese sentido, es una meta que se hace camino.
No comprender la especificidad “vivencia” (que no sentimentalista) del lenguaje litúrgico ha llevado a muchos fieles y ministros a pretender “subtitular” la acción de Dios, o lo que es peor a “traducirla”. Utilizando muchas veces como excusa la “inculturación” o la “dinamización” del rito, algunos han terminado por imponer un estilo personalista, dando a la Divina Liturgia un inexplicable toque de “originalidad”. Se olvida así que el Pueblo de Dios no ha sido convocado para celebrar la genialidad de un predicador “showman”, ni para divertirse, sino para celebrar el tremendo misterio de la cruz.
Que el pueblo no siempre entienda la Liturgia celebrada según las rúbricas del misal (sin aditivos), que sea muchas veces incapaz de degustar la “sobriedad” del rito romano, puede ser la manifestación de una falta de sintonía vital con el misterio celebrado. La incomprensión del rito puede señalar al creyente la existencia de un defecto de preparación o de disposición espiritual que debe superar para hacer viable y auténtica su relación con Dios. La liturgia es un camino estrecho en el que se avanza más por gracia de Dios que por empeño, y en el que cada paso requiere de parte del creyente una profunda ascesis de las potencias internas y externas. Pretender convertir la Liturgia en autopista, en la que todos marchen al ritmo de la emotividad o de la mera comprensión racional, significa anular su dimensión ascética y mística.
El ambiente latino no ha sido inmune a la banalización de Liturgia. Entre nosotros, se tiende particularmente a transformar el "Banquete del Cordero" en una ocasión de encuentro fraternal, en una fiesta social llena de música vivaz, en la que se tiende a identificar la participación del pueblo con un sentimiento de bienestar espiritual o con la euforia colectiva. Se ha favorecido así una cierta secularización del rito y una pérdida apreciable del sentido y del gusto por la sacralidad, que necesariamente debe existir en el alma cristiana. Efectivamente, un alma incapaz de probar la angustia del Golgota es incapaz de saborear la verdadera alegría pascual.
Sí, la Eucaristía es una fiesta, pero no una fiesta cualquiera: es una celebración esencialmente "dramática" en la que se hace presente la gran tragedia humana y la consolación del Amor Omnipotente que vence la muerte y el pecado. Es fácil aprovechar la "emotividad natural” en beneficio de una apariencia participativa; es difícil, en cambio, pero es el deber que nos corresponde a todos, formar en el Pueblo de Dios una sensibilidad litúrgica contemplativa. Sirvan estas palabras para despertar en todos, pastores y fieles laicos, una más profunda reflexión sobre nuestra propia vivencia del Misterio.
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