La Iglesia, que nutre su experiencia a la luz del evangelio, nos ha enseñado que cada acontecimiento -sea feliz o triste- debe ser leído e interpretado para el crecimiento de nuestra fe y para que nuestros pasos siempre estén en una búsqueda constante de Dios. Así las cosas, no podemos dejar pasar ni un solo detalle de lo que acontece en nuestra vida diaria, puesto que, en la experiencia humana que se hilvana entre lágrimas y sonrisas, el gran amor de Dios hacia todos nosotros se nos revela.
Desterrando toda actitud pesimista o fatalista, nos damos cuenta -especialmente con el último fenómeno natural acontecido en nuestra ciudad- cómo la vida puede cambiar en un instante y, al mismo tiempo, como nuestra poca fe puede conducirnos al caos y la desesperación. ¿Qué decir frente a este hecho? ¿Cómo asumir esta situación?
Si bien es cierto que fue un momento de tensión, donde sólo los que lo vivieron expresan, entre lágrimas y nerviosismo, un "¡gracias, Señor!", también es cierto que las manifestaciones de apoyo, generosidad y solidaridad no se hicieron esperar, y lo más importante de todo es que a pesar de ver tantas construcciones averiadas y prácticamente destruidas, no hubo pérdidas humanas. ¡Esto es un milagro de Dios!
Este acontecimiento no puede interpretarse como castigo o una manifestación de la ira de Dios; si así fuera, si el Señor tuviera cuenta de nuestros delitos, ¿quién podría salvarse? Por otro lado, nos queda la fuerza que una experiencia como esta deja en el corazón. Por increíble que suene, son los momentos más duros, las situaciones más difíciles las que nos hacen más fuertes. En medio de nuestra debilidad Dios manifiesta su poder.
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