Párroco de San Carlos Borromeo y Padre Nuestro
En estos días he tenido la oportunidad de tener en mis manos el video de los mejores momentos humorísticos de Jaime Garzón. Sin duda, el personaje que más recordamos todos es el del lustrabotas Heriberto de la Calle: un sencillo y, a la vez, mordaz crítico del sistema; un hombre que entre risas desdentadas y golpes de cepillo en la rodilla, le cantaba a todos la verdad y los ponía en aprietos.
Fueron muchos los políticos y artistas que pasaron delante de su caja de embetunar y a todos, entre sudores y nerviosismo, los hizo reír a carcajadas. Decir la verdad en medio del humor fue tal vez una de sus mayores virtudes y eso fue, entre otras cosas, lo que le acarreó la muerte.
Recordando su vida me entristecí; nuestro mundo no acepta las verdades, díganse como se digan. Restregadas, reídas, susurradas o promulgadas a los cuatro vientos. Hoy se prefiere vivir en medio de un mundo de engaños para no tener que meternos en problemas. Ya no es fácil mirarse al espejo sin antes maquillarse, lavarse o peinarse pues la verdad del rostro al levantarse suele ser cruda. La mañana revela las arrugas, las ojeras, el desgreñe y todo aquello que deseamos tapar.
Hoy no queremos amigos que nos digan la verdad, sino cómplices que sostengan el maquillaje que cubre la cara. Es mejor ser mentira para nosotros y para los otros, pues eso nos evita problemas.
Decir la verdad sonroja y avergüenza, no todos están preparados para escucharla aunque la soliciten. “Dime siempre la verdad”, escuchamos y decimos con frecuencia, pero al oírla palidece el rostro.
Jesús nos enseñó que “sólo la verdad os hará libres”, pues al reconocerla iniciamos procesos serios de transparencia y conversión. La mentira, en cambio, nos sostiene en nuestra mediocridad y nos pretende hacer creer que no se necesita cambiar nada.
Los niños, que saben decir verdades, aún hirientes, aprenden poco a poco a ser “prudentes” cuando conocen la hipocresía. Los mismos padres que les enseñan a no decirla ni se imaginan el mounstro que están levantando.
Es tan difícil decir la verdad que hoy tenemos que inventarnos todos los métodos posibles para que llegue a los oídos de las personas. Verdades filosóficas y académicas como las de Sócrates, pero que le valieron perder su vida; verdades espirituales y morales como las de Cristo, que le valieron entregar la vida (pero como la verdad subsiste, por eso la vida en Él no se extinguió); verdades humorísticas como las de Jaime Garzón y que le costaron morir; verdades como las que a veces nos atrevemos a decir y nos han traído más de una dificultad y que de empeñarnos en ella seguramente moriremos también. Pero más vale una vida breve en la verdad que una larga vida en la mentira, pues la primera nos permitirá conocernos, mientras que la segunda nunca nos permitirá saber quiénes somos en verdad.
Ha llegado el momento de quitarnos el maquillaje antes de mirarnos al espejo para no engañarnos a nosotros mismos y de salir a la calle sin ese mismo maquillaje para no engañar a los demás.
Verdad en el amor, en el afecto, en las palabras, en las actitudes, para que no tengamos que construir relaciones en donde no sabemos si los que nos quieren nos quieren por lo que creen que somos o por lo que realmente somos. No vale la pena una vida en la que todo tenga que ocultarse. No hay amor más grande que aquel que se vive en la verdad, así ella nos cueste tener que entregar la existencia.
A Jesús, la Verdad, nuestra adhesión, para que nos enseñe como Él a no tener que vivir en un mundo en el que se consiguen cosas tan falsas como las cosas que se dicen.
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