Por ANA CRISTINA MUÑOZ Y DIANA PINZÓN
Miembros de la Comisión Arquidiocesana de Pastoral de Multitudes
Sin muchas teorías sociológicas, antropológicas, etc., San Pedro Claver, con su palabra, fue la voz de un testigo del amor, del compromiso por la dignidad y los derechos del hombre; llevó a la práctica cotidiana la incontestable verdad evangélica de la igualdad entre los hombres y con su ejemplo permitió que se captara profundamente la mentalidad de Alonso de Sandoval, quien en su tratado sobre la esclavitud escribió estas inmortales palabras que a veces se citan en revistas y libros, pero que pocos aprecian en su verdadero valor de documento premonitorio de la realidad que hoy vivimos:
“Sabida cosa es..., dice, que al principio del mundo no pobló Dios Nuestro Señor la tierra de señores y esclavos, ni se conoció entre los primeros vecinos de él mayoría, hasta que andando el tiempo y creciendo la malicia, comenzaron unos a tiranizar la libertad de los otros... El pobre y el rey, dice Salomón (Sap.7) el monarca y el pastorcito nacieron de una misma suerte, y pasaron por unas leyes: no se esmeró más la naturaleza en la forja del príncipe que en la del plebeyo, ni se vistió de más galas para vestir al caballero que al villano; no dio más ojos, ni más pies y brazos al noble que al pechero. Porque los grandes y pequeños todos tenemos un principio y hemos de tener un fin... Lo mismo dice Isaías (Is. 24). Todos viven debajo de un cielo, a todos alumbra un mismo sol, a nadie se niega el aire y los demás elementos, como muy bien considera el filósofo Séneca. De manera que si el señor se precia de mandar bien sus miembros, no se le encogen al vasallo por serlo; y si el príncipe puede naturalmente extender los dedos de sus manos que fue entre los antiguos símbolo de libertad, también los alarga el esclavo, por más señales exteriores que le pongan de no tenerla.”
Son llamados “Derechos Humanos” porque son del hombre, de la persona humana, de cada uno de nosotros. El hombre desde el momento mismo de su fecundación es el único destinatario de estos derechos. Por ende reclaman reconocimiento, respeto y promoción de parte de todos y, especialmente, de la autoridad. Estos derechos son inherentes a la persona humana, así también son inalienables, imprescindibles, inseparables. No están bajo el comando del poder político, sino que están dirigidos exclusivamente por el hombre. Así como todos los hombres poseen un derecho, siempre otro hombre o Estado deberá asumir una conducta frente a esos derechos, de cumplir con determinadas obligaciones de dar, hacer u omitir.
La Iglesia encuentra la fundamentación de los derechos humanos en el hombre como ser ordenado a Dios, que es su fin último y felicidad. El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios y Dios no lo crea solo, sino en unión, con una comunidad de personas; de ahí se desprende una de las características fundamentales del hombre, que es un ser social por su propia naturaleza, y necesita de los demás para desarrollar sus cualidades. Su dignidad le viene de Dios, no la da ningún hombre, objeto o circunstancia, y es permanente. De este ser social es que el hombre, luego de reconocerse a sí mismo, debe reconocer al prójimo como otro yo y de este reconocimiento surge aparejado el respeto hacia todos los hombres; así actos contra la vida (aborto, genocidio, eutanasia, homicidio), estarían violando y atentando a los derechos humanos.
Actualmente tenemos una inversión de los valores fundamentales del ser; la vida está en lograr la acumulación de bienes, a como dé lugar, a tener prestigio, a permanecer joven y bonito, sano; es un mundo donde los valores están confundidos, el individualismo, “el sólo importo yo y mi propio bienestar”, el asegurarme la vida en el dinero, marcan nuestras acciones de vida. Lo que le ocurra a los otros no me importa, no es de mi incumbencia, y si tengo que atropellar a alguien para conseguir mis fines, justos o injustos, no me inmuto, simplemente: lo hago.
Por todo esto, los cristianos tenemos que tomar conciencia de lo que ocurre a nuestro alrededor, en nuestras familias, barrios, trabajo, ciudad, país, para que nosotros seamos coherentes con el Evangelio de Jesucristo, e iniciemos con nuestro prójimo una manera de vivir según lo pedido por Él, donde el respeto por los derechos de quienes nos rodean sea una forma de vida, reconociendo en cada ser humano su dignidad.
La única forma de tener una sociedad, una humanidad justa socialmente, es cambiando el corazón del hombre; en el corazón es donde nacen las injusticias, los atropellos, los egoísmos. Por eso, pidámosle al Señor Jesús que nos trasforme el corazón, que nos de un corazón de carne, en vez de un corazón de piedra, un corazón en donde le permitamos a Él que realice su obra, para que podamos perdonar las ofensas, orar por el enemigo, ser justos, solidarios y misericordiosos con el prójimo.
Miembros de la Comisión Arquidiocesana de Pastoral de Multitudes
Sin muchas teorías sociológicas, antropológicas, etc., San Pedro Claver, con su palabra, fue la voz de un testigo del amor, del compromiso por la dignidad y los derechos del hombre; llevó a la práctica cotidiana la incontestable verdad evangélica de la igualdad entre los hombres y con su ejemplo permitió que se captara profundamente la mentalidad de Alonso de Sandoval, quien en su tratado sobre la esclavitud escribió estas inmortales palabras que a veces se citan en revistas y libros, pero que pocos aprecian en su verdadero valor de documento premonitorio de la realidad que hoy vivimos:
“Sabida cosa es..., dice, que al principio del mundo no pobló Dios Nuestro Señor la tierra de señores y esclavos, ni se conoció entre los primeros vecinos de él mayoría, hasta que andando el tiempo y creciendo la malicia, comenzaron unos a tiranizar la libertad de los otros... El pobre y el rey, dice Salomón (Sap.7) el monarca y el pastorcito nacieron de una misma suerte, y pasaron por unas leyes: no se esmeró más la naturaleza en la forja del príncipe que en la del plebeyo, ni se vistió de más galas para vestir al caballero que al villano; no dio más ojos, ni más pies y brazos al noble que al pechero. Porque los grandes y pequeños todos tenemos un principio y hemos de tener un fin... Lo mismo dice Isaías (Is. 24). Todos viven debajo de un cielo, a todos alumbra un mismo sol, a nadie se niega el aire y los demás elementos, como muy bien considera el filósofo Séneca. De manera que si el señor se precia de mandar bien sus miembros, no se le encogen al vasallo por serlo; y si el príncipe puede naturalmente extender los dedos de sus manos que fue entre los antiguos símbolo de libertad, también los alarga el esclavo, por más señales exteriores que le pongan de no tenerla.”
Son llamados “Derechos Humanos” porque son del hombre, de la persona humana, de cada uno de nosotros. El hombre desde el momento mismo de su fecundación es el único destinatario de estos derechos. Por ende reclaman reconocimiento, respeto y promoción de parte de todos y, especialmente, de la autoridad. Estos derechos son inherentes a la persona humana, así también son inalienables, imprescindibles, inseparables. No están bajo el comando del poder político, sino que están dirigidos exclusivamente por el hombre. Así como todos los hombres poseen un derecho, siempre otro hombre o Estado deberá asumir una conducta frente a esos derechos, de cumplir con determinadas obligaciones de dar, hacer u omitir.
La Iglesia encuentra la fundamentación de los derechos humanos en el hombre como ser ordenado a Dios, que es su fin último y felicidad. El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios y Dios no lo crea solo, sino en unión, con una comunidad de personas; de ahí se desprende una de las características fundamentales del hombre, que es un ser social por su propia naturaleza, y necesita de los demás para desarrollar sus cualidades. Su dignidad le viene de Dios, no la da ningún hombre, objeto o circunstancia, y es permanente. De este ser social es que el hombre, luego de reconocerse a sí mismo, debe reconocer al prójimo como otro yo y de este reconocimiento surge aparejado el respeto hacia todos los hombres; así actos contra la vida (aborto, genocidio, eutanasia, homicidio), estarían violando y atentando a los derechos humanos.
Actualmente tenemos una inversión de los valores fundamentales del ser; la vida está en lograr la acumulación de bienes, a como dé lugar, a tener prestigio, a permanecer joven y bonito, sano; es un mundo donde los valores están confundidos, el individualismo, “el sólo importo yo y mi propio bienestar”, el asegurarme la vida en el dinero, marcan nuestras acciones de vida. Lo que le ocurra a los otros no me importa, no es de mi incumbencia, y si tengo que atropellar a alguien para conseguir mis fines, justos o injustos, no me inmuto, simplemente: lo hago.
Por todo esto, los cristianos tenemos que tomar conciencia de lo que ocurre a nuestro alrededor, en nuestras familias, barrios, trabajo, ciudad, país, para que nosotros seamos coherentes con el Evangelio de Jesucristo, e iniciemos con nuestro prójimo una manera de vivir según lo pedido por Él, donde el respeto por los derechos de quienes nos rodean sea una forma de vida, reconociendo en cada ser humano su dignidad.
La única forma de tener una sociedad, una humanidad justa socialmente, es cambiando el corazón del hombre; en el corazón es donde nacen las injusticias, los atropellos, los egoísmos. Por eso, pidámosle al Señor Jesús que nos trasforme el corazón, que nos de un corazón de carne, en vez de un corazón de piedra, un corazón en donde le permitamos a Él que realice su obra, para que podamos perdonar las ofensas, orar por el enemigo, ser justos, solidarios y misericordiosos con el prójimo.
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