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Es bien sabido que nuestros campesinos tienen un vínculo estrechísimo con la tierra. Para ellos significa más que un negocio: es signo vivo de su historia, es la “madre que alimenta y sostiene”. Esta relación simbólica la llevan no sólo con el objeto material en sí (es decir con la propia tierra) sino con todo lo que tiene que ver con ella: el agua, las plantas, las estaciones, los insectos, los animales y, sobre todo, con las semillas, las simientes.
Algunos amigos campesinos me han contando la delicadez y el amor con que sus antepasados, luego de la cosecha, “escogían” las mejores semillas para continuar la producción. Cuidaban de esa simiente colocándola en un lugar especial y, a pesar de que pudiera escasear la semilla para el alimento, esa escogida no se tocaba porque de ella dependía el ciclo siguiente.
Las llamadas “simientes criollas” han sido guardadas, reproducidas y mejoradas milenariamente por los campesinos e indígenas de todo el mundo. Han garantizado a ellos y a toda la humanidad la diversidad étnicoambiental que heredamos. Han servido como alimento para el cuerpo y para las emociones. Vinculan creencias en las relaciones místicas con lo sagrado y unen a los diferentes cuando se hacen alimento en lo cotidiano de la vida.
Pero esta presencia milenaria de las semillas criollas está siendo interrumpida poco a poco, debido a la voracidad de las empresas productoras de semillas, casi todas ellas transnacionales con el enfoque de feroz capitalismo neoliberal. Estas empresas han venido desplazando las simientes tradicionales con una inundación de semillas híbridas y, más recientemente, con semillas transgénicas. Mientras las simientes criollas son patrimonio de la humanidad, las nuevas semillas han sido creadas y son propiedad privada de empresas multinacionales.
A diferencia de las semillas criollas que se siembran y reproducen año con año, las híbridas van perdiendo su vigor año con año, de tal manera que si el campesino quiere volver a sembrar tendrá que adquirir nuevas semillas y ya no podrá utilizar las que sus propias cosechas le proveían. Por su parte las transgénicas, al ser marca registrada, tienen una licencia que el campesino debe pagar para poder usarla, de tal manera que si se le vence el tiempo de “contrato de uso” y sigue sembrando, puede ser acusado de “piratería” y ser llevado a juicio.
Lo peor del caso es que las empresas multinacionales de granos, para defender su patrimonio, han creado una variedad transgénica llamada terminator. Esta tecnología crea mecanismos genéticos que impiden que la simiente se reproduzca después de la primera cosecha: son las denominadas “semillas suicidas”. Otra estrategia es la puesta en circulación de semillas genéticamente modificadas que solamente pueden desarrollarse en presencia de un fertilizante patentado por la misma empresa productora de las simientes. Esta artificialización, que aparentemente trae beneficios a la agricultura mundial, además de sumir al campo en una dependencia desventajosa con las productoras, rompe la convivencia amorosa y armoniosa del ser humano con la naturaleza, eliminando abruptamente la mediación simbólica que las semillas criollas han proporcionado durante millares de años entre las personas y pueblos; dejan de ser herencia social y se convierten en objetos de control y explotación.
La información crítica sobre estos asuntos y la presión a los organismos públicos encargados de las políticas que tienen que ver con el campo, para que salvaguarden el patrimonio que representan las semillas criollas, pueden ser acciones a tomar por parte de los que no somos campesinos, y que, sin embargo, nos beneficiamos de su trabajo.
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