JUSTICIA, VENGANZA Y PAZ
¿Quién no ha deseado en algún momento de su vida que la paz sea una constante de su corazón, de su familia, de su nación o de su planeta? La lucha intestina que libramos en nosotros mismos nos conduce a experimentar la fuerza del mal que reside, de manera instintiva, en nuestra existencia, metida hasta el tuétano e invadiendo como un virus maligno cada célula del cuerpo y que, como dice el apóstol Pablo, nos lleva a hacer lo que no queremos. De esa misma manera, casi con rabia y de un modo en que quisiéramos reclamar al mundo lo que vivimos, volcamos al exterior la fuerza de nuestro pecado y de nuestro mal para que todos paguen las consecuencias de lo que la naturaleza nos ha impreso. Es como si el mundo fuera reo de una culpa que nosotros cargamos pero que, al no poder saldarla adecuadamente, hacemos corresponsables a los demás de cada situación vivida.
Las estructuras de violencia externa que se han tejido en el mundo, son la manifestación de inconformidades y proyecciones de lo que cada quien vive en su interior, por lo que para poder hablar de una paz verdadera hemos de revisar, detalladamente, las potencias del corazón. Al pretender revisar en una sociedad qué es lo que la lleva a ser violenta, independientemente de las condiciones sociales que la empujan a delinquir o protestar, también se necesita revisar lo que habita en cada mente y la educación que se ha recibido junto con los valores cultivados para la posteridad.
No podemos esperar más de aquello que sembramos. Si nuestros medios de comunicación, nuestra familia e incluso la sociedad resaltan antivalores como un modus vivendi bajo pretexto de que eso es lo que tenemos, puede hacérsenos fácil pensar que lo que hacemos, vivimos y creemos es lo que normalmente todo mundo hace y por lo tanto esa es la manera de hacerlo. No puede hacer parte de nuestra “cultura” estilos de ser que vayan contra la dignidad y el bienestar de los demás pasando por descomplicados o “bacanes” que no le ponen problema a nada. Que la mitad del mundo piense que una tontería es verdad, no por ello deja de ser tontería. Aquí no vale el consenso de lo que piensa la mayoría para hacer de las costumbres leyes que sólo atenazan mucho más la violencia y, por lo tanto, la hacen más difícil de desarraigar.
Justicia y venganza.
El fundamento de la paz es la justicia, pero entendida como la aplicación de la búsqueda del bien común y no simplemente como el deseo de desquite o venganza que nos lleva a reclamar, airada y violentamente, los derechos que se nos niegan por parte de personas o instituciones.
La diferencia entre estas dos posturas suele estar marcada de manera sutil, de tal forma que puede el hombre creer que reclama justicia cuando lo que en verdad ha hecho es tomar venganza (ésta se excede en cuanto que no busca la reparación sino la injuria). La antigua filosofía de la ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente) buscaba limitar el daño permitido con el objetivo de evitar una vendetta que pudiera salirse de control y que condujera a los demás a saltarse las leyes y tomar la justicia por mano propia lo que conduciría al caos y la guerra.
Justicia, venganza y paz
La justicia busca estructurar la sociedad para lograr la armonía; la venganza, por su parte, se enraíza en el alma humana estructurándola para que nunca se deje de nadie y se desquite de cualquier cosa que considere nociva para su propio bienestar. Esto significa que la venganza siempre tendrá una visión egoísta de las situaciones y pensará sólo en el bienestar personal.
Para lograr entonces la paz es necesario implementar un esquema que vaya más allá de la venganza, de la justicia y se construya en la misericordia como virtud sublime de Dios que nos ha amado no con su justicia sino precisamente con su misericordia. Es cierto que sociedad sin justicia no alcanzará nunca la paz y que sociedad con venganza sólo incrementará la violencia; pero una sociedad cuyos miembros poseen un corazón misericordioso siempre contará con este don preciado de la paz que nos viene a traer el Señor.
Bien sabemos que para devolver al hombre la paz, Dios el Señor, clavó al Justo en la cruz, para no tener que aplicarnos a nosotros lo que merecíamos, sino que su bondad y misericordia hicieron posibles que la paz retornara a la vida de cada pecador que se convierte a Él.
¿Qué es entonces la paz?
En sentido negativo puede definirse como la ausencia de violencia o de guerra. Pero también sabemos que es mucho más que eso y que la no presencia de conflictos no asegura necesariamente la paz. Jesús, hablándole a los discípulos les dice: “La paz les dejo, mi paz les doy…” Aquí les expresa un estado de vida que va más allá de la simple tranquilidad social o de bienestar físico y económico, presentándose a sí mismo como el gestor y objeto mismo de la paz.
La paz es entonces, para el cristianismo, una persona. Jesús es nuestra paz y de esta manera quien le posee puede alcanzarla como plenitud de vida en Dios. Todos aquellos que le conocieron y le reconocieron como Hijo de Dios sintieron un vuelco en la vida que les permitió poder salir de situaciones internas de violencia y odio: el recaudador que devuelve lo robado y empieza a seguirle; la mujer que postrada a sus pies restaura su virginidad al experimentar una nueva forma de ser vista por Aquel Hombre; un soldado que después de traspasarle el costado con la lanza reconoce que era verdaderamente el Hijo de Dios. En ellos, la paz se volvió una realidad que ya nadie podría arrebatarles, habían encontrado a una persona capacitada para darles en plenitud una comida, un agua, y una vida plena y abundante.
Evangelizar es devolver al hombre la paz de la vida, dándoles a Aquel que es la Paz verdadera. Todo diálogo entre partes en conflicto, incluso el diálogo del hombre consigo mismo, debería tener siempre como mediador a Jesús, la plenitud de la paz, el Príncipe de la paz.
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