lunes, junio 26, 2006

SANTOS PEDRO Y PABLO, COLUMNAS DE LA FE

Celebraremos como Iglesia, el próximo 29 de junio, la solemnidad de los San Pedro y San Pablo. Acerquémonos ahora a la vida y la obra de quienes -con bastante razón- recibieron del pueblo de Dios el título de “Columnas de la Iglesia”.

El modo en que Dios llama a hombres y mujeres a una misión particular dentro de la Iglesia, puede asombrarnos más de una vez. Pero quizá lo que más puede desconcertarnos es el criterio de Dios para estas elecciones.

Si en nuestro tiempo se necesitara elegir a alguien para un cargo o una misión de importancia, no hay duda de que el proceso de selección sería bastante exigente: pruebas sicológicas, idoneidad profesional, experiencia, etc. Pero en el caso de la historia de la salvación, Dios no eligió lo que el criterio humano comúnmente elegiría; sus ojos siempre se posaron en la fragilidad, en lo que el mundo y la sociedad tenían como menos. En síntesis, a los que Dios llamaba los capacitaba, y no al revés.

En los inicios de la fe sobre la tierra, elige a una anciano politeísta, y con él realiza un proyecto de salvación que superaría toda previsión humana; Abraham fue convertido entonces en el “Padre de la fe”. En sus elecciones posteriores: patriarcas, libertadores, sacerdotes, caudillos, reyes… Dios siguió la misma línea: escoger lo débil, para que en medio de esa fragilidad se pudiera mostrar su fuerza, su poder. En este contexto, de la elección y el misterio que en ella se nos revela, hoy nos acercaremos a la vida de San Pedro y San Pablo. Dos hombres tan diferentes como el día y la noche, pero unidos por un mismo amor y una sola misión.

PILARES DE LA IGLESIA
Es un hecho que si no nos acercamos de un modo adecuado a la vida y a la experiencia de fe de los santos, esos grandes amigos de Dios, en nada nos beneficiará nuestra devoción por ellos. En efecto, amar a los santos, no consiste únicamente en expresarles afecto con novenas y procesiones; debemos ir más allá, es necesario que bebamos de la fuente de la que ellos bebieron: Cristo.

En este caso particular, en las vidas de San Pedro y San Pablo, lo primero que uno descubre es la universalidad del llamado que Dios hace a la santidad; Él nos llama a todos, nos elige por encima de nuestros pecados y fragilidades.

Si vemos a Pedro, por ejemplo, un pescador ignorante, impulsivo, y que llegó incluso a negar a Jesús, podremos advertir que Dios no sólo llama, sino que hace idóneos a los que elige. El mismo que le negaría, lloraría su pecado y se convertiría luego en la “piedra” en la que Cristo edificaría su Iglesia.

Sin embargo, si existe un caso en el que este misterio de la elección se manifiesta en forma dramática, es en el de Pablo. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos introduce en la vida de este hombre singular. Su idoneidad intelectual era incuestionable, pero esto no lo hacia candidato para que fuese un servidor de la palabra, un anunciador del Evangelio; aun así, Dios se fija en Él, y le sale al encuentro. El que en otro tiempo persiguió y aprobó la aniquilación de los cristianos, estaba ahora dispuesto a entregar su vida por Cristo.

Como lo diría el Papa Juan Pablo II, en una de las celebraciones de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, en estos dos apóstoles se ha manifestado el designio misericordioso de Dios que, no sólo elige, sino que reconstruye por completo la persona del que ha sido llamado, para que luego pueda anunciar con, y desde su propia vida, la veracidad de este amor que él mismo ha experimentado.

Simón y Saulo, a quienes el Señor cambiaría luego sus nombres por los de Pedro y Pablo, nos animan hoy a creer en el designio amoroso de Dios que nos llama a una vida nueva y a un renovado esfuerzo por llevar a todos la buena noticia del Reino.

Los nuevos nombres que el Señor les dio configuraron en adelante toda su vida. Simón pasó a ser Pedro, que como bien lo sabemos significa “piedra”, y Saulo pasó a ser Pablo, un nombre que significa “pequeño”, efectivamente el último entre los apóstoles.

Pidamos en esta solemnidad la gracia de responder generosamente al llamado que Dios nos hace a la santidad. El ejemplo de San Pedro y San Pablo no ayude a ser cada día más fieles a nuestra propia vocación y a nuestra dignidad de Hijos de Dios.

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