Muchas de las joyas arquitectónicas de la antigüedad fueron construidas en medio de la sangre y el sudor de tantos hombres y mujeres que desde su nacimiento no hicieron otra cosa sino cargar forzosamente ladrillos y piedras para ver hecho realidad el deseo o tal vez capricho de un faraón, un rey o un líder de turno. Así, generaciones completas, a través de muchos siglos, permanecieron ocultas en la sombra y oscuridad de la penosa esclavitud.
Hoy día, bajo nuevas formas, la esclavitud sigue “acompañando” la historia de los hombres. Con desconcierto se observan familias enteras bajo el cruel yugo de la miseria, la droga, el alcohol o la prostitución. A nivel personal, la esclavitud se evidencia, cuando atados a deseos egoístas, nos imponemos ante los demás, cuando forzamos al otro a decir, hacer o vivir situaciones no deseadas ni consentidas por él; así mismo instauramos la esclavitud cuando, marginamos, utilizamos y nos aprovechamos de lo que nuestro hermano es y nos entrega.
La esclavitud es un claro signo de la poca relación con Dios y de un corazón cerrado a su amor infinito. En efecto, sólo aman los que se sienten verdaderamente “hijos”, no esclavos. El esclavo nunca se sentirá hijo; lejos estará de una experiencia cercana del amor de Dios. En el Señor Jesucristo hemos recibido el don precioso de la libertad: la posibilidad de decidirnos por Dios y por su amor. En Cristo y por Él se han roto las ataduras del pecado y de la muerte, permitiéndonos, en la libertad de los hijos de Dios, amar sin medida.
Ya San Pablo lo mencionaba en su carta a los Gálatas: “Cristo nos dio la libertad para que seamos libres. Por lo tanto, manténganse ustedes firmes en esa libertad y no se sometan otra vez al yugo de la esclavitud… ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Pero no usen esta libertad para dar rienda suelta a sus instintos. Más bien sírvanse los unos a los otros por amor. Porque toda la Ley se resume en este solo mandato: «Ama a tu prójimo como a ti mismo»”. (Gálatas 5,1.13)
Es el amor de Dios el que nos hace hijos suyos, y por ende hermanos los unos de los otros. Acojamos hoy esta Palabra y dejemos que impregne de su gracia nuestro corazón de hijos que amas en libertad.
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