"Ven Espíritu Santo, somos tierra reseca, garganta sedienta, estepa y glaciar, soledad y mudez. Sólo Tú puedes transformarnos, convertirnos.... Artesano de lo humilde, teje con nuestra pobreza las redes de la Iglesia, pinta el rostro de Cristo en la comunidad. Agua viva, has que despierten las semillas del Verbo escondidas en el mundo. Fuego sagrado, despierta en nosotros el ardor de la entrega, haz de nuestra vida ofrenda permanente. Como antes, más que antes... ¡te invocamos!" (Eduardo Mangiarotti)
Por RÓGER VARGAS CHOLES
Asistente de Redacción Kairós
rogervch@yahoo.com
www.miroforas.podomatic.com
Hace algunos años escuché en una predicación algo que sólo pude entender después de mucho tiempo: "el Cristianismo es un eterno comenzar de nuevo". En apariencia la frase no tiene mayor profundidad, por lo que una segunda -incluso una tercera lectura- es necesaria para descubrir lo que ella encierra.
Frecuentemente, cuando se inicia nuestro caminar de fe, tenemos la equivocada percepción de que el sufrimiento, la tentación y el dolor no tocarán de nuevo nuestra puerta. No sé por qué razón, pero terminamos por ver nuestra experiencia de fe como un fin, y no como un comienzo; como una meta y no un camino.
Esta experiencia de fe a la que me refiero, no es la simple "vivencia rutinaria" de unos ritos dominicales o de una piedad descristianizada (por increíble que suene), sino la celebración constante, consciente y coherente de los misterios salvíficos que nos han obtenido la Vida de Gracia: la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo el Señor.
En algún momento de nuestra vida todos hemos iniciado un camino de fe que tuvo como punto de partida un encuentro personal con Cristo. La fe, en su parte inicial, es personal; nadie puede creer y mucho menos vivir la fe por otra persona; por esa razón -para que cada hombre y mujer puedan responder a ese Dios que se les revela en la historia, en los acontecimientos y, particularmente, en la Iglesia- es indispensable que experimenten en sus vidas la presencia de un Dios real, cercano y liberador; un Dios que les ha amado hasta el extremo en la persona de su Hijo Jesucristo.
LOS COMIENZOS
Cuando el Pueblo de Israel salió de Egipto, experimentó -por primera vez en muchos años- el gozo de la libertad; no obstante, su peregrinación de fe estaba aún muy lejos de su plenitud. Salir de Egipto, más que el final de un camino era el inicio de uno nuevo, uno más exigente y difícil. Un camino en el que sólo podían perseverar si tenían un corazón fiel.
De un modo muy similar, también nuestra vida espiritual tiende a veces a revestirse de un triunfalismo y una falsa confianza que nos lleva a descuidar nuestros pasos. Olvidamos que la conversión es diaria; que "vencer la tentación hoy" no garantiza la fidelidad mañana. Perdemos de vista nuestra fragilidad y nuestra absoluta necesidad de Dios.
No es exagerado afirmar que el Cristianismo es la "fe" del "hoy", del eterno presente. Y desde esta fe cada día de lucha es nuevo, cada eucaristía se celebra como única e irrepetible en el tiempo, como lo dijera Juan Pablo II en una de sus catequesis sobre la Eucaristía, cada celebración de este sacramento trasciende las limitaciones espaciales y temporales, de modo que lo celebrado sucede en nuestro hoy como si nunca antes se hubiese celebrado. En ese perenne "hoy" somos redimidos, restaurados cada día.
Esto supone una apertura diaria a la gracia. Cada día nuestro corazón debe renovar su "sí" a la acción del Espíritu Santo en nuestras almas. Desde lo profundo este Espíritu nos conduce a una comunión cada vez más fuerte con Cristo, nos configura cada día más a Él.
Precisamente, la oración que acompaña el título de este artículo nos habla de esta acción del Espíritu en nuestras almas; fue compuesta por Eduardo Mangiarotti, un diácono de la Diócesis de San Isidro, en Argentina. La frase con la que termina "como antes, más que antes... ¡te invocamos!", es más que incisiva, es casi un grito de auxilio en un tiempo que todo tiende a absorbernos y disiparnos.
Escuché alguna vez que vivir una espiritualidad al interior de la Iglesia, no es otra cosa que dejarse conducir por el Espíritu. ¿Por qué no iniciar ahora este camino? Este Espíritu no sólo nos guiará a la verdad completa, también nos permitirá permanecer fieles a ella.
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