¿Quién eres Tú, dulce luz que me llenas y que iluminas la oscuridad de mi corazón? Tú me guías como la mano de una madre, y si me soltaras, no podría dar un solo paso. Tú eres el espacio que envuelve mi ser y lo abriga en su seno. Si Tú lo abandonas se hundiría en el abismo de la nada, de donde Tú lo has sacado para izarlo a la vida”. (Santa Edith Stein, Fuego de Pentecostés)
Por RÓGER VARGAS CHOLES
Legionario de María
www.miroforas.podomatic.com
rogervch@yahoo.com
El arte es genial. No importa si se trata de la pintura, la literatura, la plástica o la música, siempre es elocuente, siempre es profunda. Continuamente nos está alimentando y, al mismo tiempo, nos enseña a entender la compleja condición humana: sus emociones, sus deseos, sus debilidades e instintos pero, sobe todo, su profundo vacío existencial; eso que desde la espiritualidad definimos como «sed de Dios». Lo que se esculpe en la piedra o se pinta en lienzo, lo que se plasma en la danza o se moldea en la arcilla nos habla de aquello que subsiste allí –debajo de la piel- en lo íntimo del corazón humano.
Sin pretender ahondar en cuestiones eminentemente teológicas o antropológicas, creo que muy pocas cosas puede hacer el hombre -que lo asemejen con tanta perfección a Dios- como el arte, esa capacidad de suscitar la belleza a partir del caos amorfo de la arcilla, el lienzo, el vacío, el silencio… En efecto, cuando el artista crea, se asemeja a su Creador, pues de Él recibió este maravilloso don de hacer arte. Es por eso que me encanta el arte. No se trata de contemplar objetos o creaciones sin vida, sino de descubrir la enorme carga conceptual que existe detrás de cada manifestación artística. En cada obra de arte habita el corazón y los sentimientos del artista, de modo que esa manifestación material se convierte en una especie de lámpara que nos permite ver lo que guarda el artista entre las “sombras” de lo inmaterial, de lo intangible.
¿Y QUÉ TIENE QUE VER TODO ESTO CON…
la espiritualidad de la que siempre estamos hablando en esta serie de artículos de “Orando en la Urbe? Créanme que mucho, de hecho, mucho más de lo que podría imaginarse.
Dios es el artista por excelencia, origen de toda belleza, más aún, Él es la Belleza misma. Contemplando su creación, hechura de sus dedos, descubrimos su amor providente. Contemplar el arte es, en cierto modo, abrir los sentidos a la manifestación tangible del amor de Dios. Y aunque es obvio que esto se refiere principalmente al arte sacro, ese tipo de arte que se crea para transmitir el kerigma, el anuncio de Jesucristo a la luz de su cruz y resurrección, el arte secular –para algunos profano- también puede hablarnos de Dios.
¿SÓLO GRITOS?
¿Leyó detenidamente el título? Si lo hizo, ha podido darse cuenta de que el tema en esta ocasión no es el arte. De lo que hoy hablaré es del amor; de ese amor que puede cambiar radicalmente la existencia del ser humano. Obviamente hablo del amor de Dios. Un amor que se ha hecho carne en la persona de Cristo; un amor que se ha hecho comida, camino y vida para quienes creen verdaderamente en Él. Sin embargo, he iniciado este artículo hablando del arte, y me he permitido hacerlo porque quiero aprovechar esa elocuencia que ella posee, esa de la que tanto he hablado, para que desde lo humano podamos tener una idea aproximada de un misterio inefable como lo es el amor de Dios. Y la idea no es tan descabellada, de hecho tampoco es muy original, el mismo Jesús, cuando quiso ensañarle a sus discípulos las reales dimensiones del amor divino, utilizó la pálida imagen de la paternidad humana: “…Si ustedes siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuanto más el Padre que está en los cielos…”
En esta oportunidad lo haré desde la ópera. Sí, tal como lo acaba de leer, la ópera. Y créame que no tiene nada que ver con gritos. La ópera es una de las más espectaculares manifestaciones del arte. Y como es al amor de Dios el tema principal, será una ópera de Giacomo Puccini, Turandot, la que nos brindará hoy la posibilidad de contemplar el poder –casi atómico- del amor. De este modo, luego de contemplar lo que el amor humano, pálido reflejo del amor divino, puede suscitar en la vida de un hombre o una mujer, podamos hacernos una idea del amor infinito con el que hemos sido amados desde siempre y para siempre.
TURANDOT, EL AMOR QUE TRANSFIGURA LA VIDA
Turandot es la historia de una princesa china que por decreto imperial es obligada a casarse. A lo que ella finalmente accede –luego de muchas resistencias- con una condición: se casaría únicamente con el hombre que fuera capaz de resolver tres acertijos que ella misma formularía; en el caso de que el hombre que la pretendiera fuera incapaz de resolver los acertijos, su destino sería la muerte; y como era de esperarse, los enigmas de la princesa Turandot eran prácticamente imposibles de resolver. Sin embargo, la dicha le duraría muy poco, un príncipe de Persa llamado Calaf, resolvería por fin sus acertijos, y ella se vería obligada a casarse. Pero a Calaf no le gusta la idea de un matrimonio sin amor, razón por la que empieza a enamorar a la princesa. Es así como, poco a poco, con la paciencia que sólo posee aquel que verdaderamente ama, Calaf logra que el frío corazón de Turandot, herido por un trágico acontecimiento de su infancia, se abra a un amor capaz de devolverle la vida y la esperanza que el odio le había arrebatado.
Esto tiene mucho, quizá demasiado, que ver con nosotros. Si pudiera definir en tres palabras lo que ha sido la historia de salvación, sólo diría que ha sido una “Historia de Amor”. El amor entre un Dios que se presenta como “El Amado” que busca afanosamente el amor de “Su Amada”. Una amada que se resiste por las heridas de su historia pero que, al final, se rinde al amor de aquel que le ama por encima de su pecado y fragilidad.
Pero hay mucho más en esta ópera de Puccini, muchos más elementos que nos ayudan a descubrir con qué amor se nos ha amado…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por tus comentarios. Evita usar palabras obsenas y ofensivas.