Por Fray GILBERTO HERNÁNDEZ GARCÍA, OFM
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En estos días (marzo 8) se estará celebrando a lo largo y ancho de nuestro planeta el “Día Internacional de la Mujer”; efeméride que nos hace volver los ojos —independientemente de nuestro propio género— a las diversas situaciones que el otrora llamado sexo débil vive y padece cotidianamente. Porque, si bien ha habido avances en la consolidación de los derechos de la mujer en el mundo, a principios del Siglo XXI todavía no puede decirse que las mujeres ocupen una posición de equidad frente a los hombres.
En reiteradas oportunidades la Iglesia, en voz de sus pastores, ha resaltado el fundamental papel que la mujer tiene en la Iglesia y en el mundo; ha agradecido su labor, ha pedido perdón por la marginación de la que han sido víctimas a lo largo de la historia en distintas culturas y las ha invitado a integrarse en la vida y desarrollo social con una nueva conciencia. Ya el Concilio Vaticano II, en su “Mensaje a las Mujeres”, hacía notar que es la hora “en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga".
Sin duda alguna, fue Juan Pablo II quien con mayor insistencia dio relieve a la reflexión sobre la vocación y dignidad de la mujer en el mundo y en la Iglesia contemporánea. Afirmaba en la carta apostólica Mulieris Dignitatem que la Iglesia “da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su feminidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable”.
Por su parte, también el episcopado latinomericano ha ponderado el valioso papel que juega la mujer en nuestro continente, y señala, con gesto profético, que en varias regiones del continente americano, lamentablemente, “la mujer es todavía objeto de discriminaciones. Por eso se puede decir que el rostro de los pobres en América es también el rostro de muchas mujeres”. En este sentido, los Padres sinodales han hablado de un "aspecto femenino de la pobreza". Por ello, señalan, “la Iglesia se siente obligada a insistir sobre la dignidad humana, común a todas las personas”. Así, denuncia “la discriminación, el abuso sexual y la prepotencia masculina como acciones contrarias al plan de Dios". En particular, deplora como abominable la esterilización, a veces programada, de las mujeres, sobre todo de las más pobres y marginadas, que es practicada a menudo de manera engañosa, sin saberlo las interesadas; esto es mucho más grave cuando se hacer para conseguir ayudas económicas a nivel internacional.
En el día Internacional de la Mujer, se hace imperativa una revisión reflexiva en torno a la situación de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, que favorezca —como la práctica de Jesucristo nos enseña—, una reivindicación de la dignidad de la mujer, no sólo en los roles de esposa o madre, sino, particularmente, como un ser humano con potencialidades y pleno derecho a ser feliz y desarrollarse al igual que el hombre. Conmemorar este Día Internacional, es ante todo una manera colectiva de reconocer con gratitud a Dios el valioso aporte de la mujer en la construcción de una sociedad llena de humanidad: su fuerza y ternura; su capacidad de trabajo, resistencia y perseverancia; su lucha y coraje.
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