sábado, febrero 09, 2008

DE LA CUARESMA A LA PASCUA

Por JUAN ÁVILA ESTRADA, Pbro. *

Desde hace unos siglos atrás, tomando las palabras de Jesús, la Iglesia nos invita anualmente para que pensemos seriamente en nuestro proceso de conversión a Dios y a su Palabra: “Conviértete y cree en el Evangelio”, se nos dice al imponernos la ceniza con la que damos inicio al tiempo de la Cuaresma. Un signo que para muchos es significativo, para otros un simple ritual mandado –como muchos otros por la Iglesia– que carece de sentido verdadero y se vuelve mágico para quien lo recibe pensando en la salud, la prosperidad, la buena suerte, menos en la conversión. Este proceso, en el que está implícito nuestra propia salvación, es el que ha de conducir al hombre a aquello que es razón de ser última de su vida: la santidad.

Es por ello que la Cuaresma no es simplemente una tradicional modificación de las costumbres gastronómicas, por ejemplo dejar de comer carne para comer pescado o hartarnos de dulces hasta la diabetes; sino, mas bien, un periodo de regulación de los instintitos que suelen dominarnos y aprender a ser dueños de nosotros mismos y no esclavos de lo que sentimos y desde allí empezar a cultivar sentimientos de solidaridad y fraternidad que nos enseñen a compartir con los más necesitados.

Creo que es desde la simpleza de la hermandad como podemos empezar a sentir la presencia del Resucitado, la vivencia de la Pascua. Estos tiempos litúrgicos y estas celebraciones cultuales: Ceniza, Triduo Pascual, Pascua de Resurrección, sólo son manifestaciones religiosas de algo que debería ser fundamentalmente existencial. Pero es lógico que si cada celebración litúrgica se queda encerrada en el templo parroquial, entonces, ni la Cuaresma motivará nuestra conversión ni la Pascua traerá la alegría de la salvación. Para que cada tiempo litúrgico traiga los beneficios que promete es necesario involucrarse seriamente en cada uno de ellos, dejando que todo nuestro ser viva el proceso establecido por Dios. Ceniza en la frente sin deseo de conversión, es sólo maquillaje mal echado; Pascua de resurrección sin caridad, es únicamente espectáculo para noctámbulos.

Hoy, quienes deseamos convertirnos de todo corazón a la Palabra de Dios y a su Hijo Jesucristo, comprendemos que cada rito litúrgico es la expresión comunitaria de una vivencia interna de lo que Dios va haciendo en cada uno de nosotros, manifestación de una fe en un Dios que ha hecho historia y que, por ello, nos invita a concretizar nuestra fe en él para que no seamos solamente hombres de religión, sino adoradores en espíritu y en verdad.

Para llegar pues a la Pascua verdadera es importante reflexionar acerca del modo como cada uno vive la Cuaresma, no sólo en la abstinencia de las cosas sino, sobre todo, en la lucha por ejercitarse siempre en el bien. Cuaresma debe dejar generosidad, justicia y paz para que la Pascua deje la experiencia de un nuevo nacimiento, de una nueva vida, de una nueva presencia. Si no lo entendemos de esta manera es muy probable que tengamos que concluir que nuestras celebraciones fueron estéticamente bellas, pero no dejaron nada para la posteridad, salvo el deseo de que todo vuelva a repetirse el año siguiente, ojalá con una buena banda musical, un excelente grupo de plañideras que nos conmuevan y nos hagan llorar por la Pasión de Cristo, pero que no venga a cuestionar nuestra propia pasión ni nos hagan pensar en que Aquel que estuvo clavado en la cruz lo estuvo por ti y por mí.

Pascua sin Cuaresma no es posible; no puede llegarse a la renovación de la vida y la participación en la resurrección si antes no hemos recorrido el mismo camino de Jesús, no a la manera de masoquistas que se gozan en el dolor sino, como él, convencidos de estar haciendo lo que se tiene que hacer y que el cumplimiento cabal de las cosas trae consigo una cuota de sacrificio. Todo en la vida tiene un fin y cada cosa que hagamos debe tener siempre una auténtica razón de ser. Llegó el momento de dejar de hacer por hacer, es necesario ponerle seriedad a nuestra santificación.

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