lunes, abril 21, 2008

¿QUIÉN SOY... QUÉ QUIERO HACER?


Por JUAN ÁVILA ESTRADA, Pbro.*

No es fácil siempre decidir lo que vamos a hacer con nuestra vida. Muchas veces, sobre todo en la adolescencia, ella se convierte para nosotros en una carga pesada de la que acostumbramos a decir no la hemos pedido a nuestros padres. El gran dilema cerca de terminar el bachillerato es qué queremos para nuestro futuro.

La vida humana es vista, muchas veces, como un accidente de la naturaleza; ser nosotros mismos o haber sido otra persona. Como decía Shakespeare: “Ser o no ser, he ahí el dilema”. Desconocemos así lo que nos dice la Sagrada Escritura cuando afirma: “Antes que nacieras yo te conocía y te consagré en el vientre para ser profeta…” Lo que para nosotros puede ser simplemente un sencillo accidente del cosmos, se constituye para Dios en el acto sublime de hacernos aparecer de la nada al ser. Para el Creador el dilema no es “ser” o “no ser” puesto que su plan primigenio es establecer una comunicación con el hombre a partir de la sublimidad de su creación.

Esta primera vocación, a la que se nos ha convocado de modo personal, nos permite ir descubriendo que la vida es ante todo una manifestación del amor incondicional de Dios que, pudiendo no contar con nosotros, quiere darnos el regalo de la vida para que vivamos la maravillosa experiencia del amor humano, cristiano y divino. De ahí surge un nuevo llamado de Dios que no quiere sólo nuestra existencia, sino además otorgarnos el don sublime de poder amar y ser amados.

Esto es lo que podríamos llamar vocaciones universales: vocación a la vida, la primera de todas, y vocación al amor. Ninguna de las dos puede ser truncada por el hombre puesto que él mismo no ha sido quien las ha concedido, sino que sólo es depositario de ellas y por ellas ha de responder.

Pero aún así pensamos que nuestra vida sobre la tierra sigue inconclusa a no ser que le demos a ella un toque personal y único donde podamos desarrollar nuestras propias posibilidades humanas marcando huella para que nuestro paso por la tierra no quede en el anonimato. No nos contentamos con estar vivos; deseamos también poder vivir la vida y dimensionar todos los dones y talentos aportando nuestro grano de arena para que en la construcción del mundo nuestro aporte haya servido para algo.

Pero poder descubrir esta vocación personal no puede quedar en manos del azar o de la casualidad, sino de nuestra propia decisión marcada por el proyecto de vida que cada uno haya hecho pensando en su propio futuro. Necesitamos, primero que nada, descubrirnos a nosotros mismos, saber quiénes somos, tener identidad. No me refiero a conocer nuestro nombre o el nombre de nuestros padres o la fecha o lugar de nacimiento. Me refiero a aquella capacidad que tenía Jesús para identificarse a sí mismo cuando afirmaba “Yo soy… el camino, la verdad, la vida, la resurrección, la luz del mundo, la puerta del redil, etc.” Es ahí donde podemos empezar a entender que descubrir nuestra vocación personal depende y está ligado al hecho de descubrir quiénes somos. Hay una relación estrecha entre lo que somos y lo que debemos hacer. Por eso para descubrir lo uno hay que conocer lo otro.

ES EL SEÑOR QUIEN LLAMA
Desafortunadamente, nuestros jóvenes terminan trabajando o estudiando aquello que no les gusta o para lo que no están preparados; eso los lleva a iniciar estudios universitarios en carreras que terminan abandonando después de algunos semestres, lo que genera una gran crisis en sus familias al experimentar que perdieron tiempo y dinero. La exploración vocacional de los últimos años de estudios debería ir acompañada de una profunda reflexión acerca de nuestra identidad y nuestra ubicación en la sociedad.

Toda vocación es un don de Dios. Él ubica a cada uno, lo llama por su nombre teniendo en cuenta las características de temperamento y carácter, quiere que todos le conozcan, le amen, le anuncien; pero, además, se escoge entre todos a unos cuantos para que le sigan de manera absoluta y consagrada, dedicados únicamente a la construcción de su Reino y de la predicación de su Palabra. Ahí es donde surge la vocación particularísima del sacerdocio y la vida religiosa. A ella no están llamados todos sino sólo aquellos a cuantos Él quiere para perpetuar, en cada uno de los convocados, su propio ministerio y servicio en pro de la santificación de su pueblo.

Así como existen llamados para construir la sociedad desde estudios específicos en el campo de las ciencias, el arte, la política y cada uno de estos tópicos que pretenden generar sociedades más humanas y fraternas, también quiere el Señor que existan quienes sean canales de su gracia y de su misericordia para que el mundo no olvide que hay también una dimensión sobrenatural y trascendente que es preciso cultivar para que el hombre no quiera solamente ganar el mundo sino que, además, pueda salvar su alma.

Toda vocación debería estar encaminada a santificar la vida, pero como esto no siempre se realiza de esta manera, entonces, se hizo preciso escoger hombres entre los hombres, dotados de debilidades para que puedan comprender a los hombres y ofrezcan sacrificios por todos para llevarlos a Dios (cfr. Heb. 5).

Esta vocación al sacerdocio y la vida religiosa está determinada directamente por el mismo Dios que es quien llama. Ésta no depende, aunque sea necesario, del gusto personal. Me atrevo a afirmar que aunque muchas veces un joven no piense en ello o que pueda ser reacio a esta posibilidad, Dios puede ir fraguando este llamado misterioso en su corazón a través de acontecimientos que nadie se imagina. Ser sacerdote o religioso(a) es un reto de amor, una vocación al Amor divino. Ella no se presenta como oposición al matrimonio o desprecio a la construcción de una familia propia sino, por el contrario, complementación y desarrollo sublime de la propia sexualidad y potencialidad de amar. Quien se casa ama con todo el corazón a su pareja y sus hijos; quien se consagra tiene un corazón abierto al amor sin exclusividades, pero real, pues en cada consagrado se debe encontrar un amor distinto a todos los amores conocidos por el hombre, el amor de Dios.

ES EL SEÑOR QUIEN ACOMPAÑA
“No tengas miedo” dice con frecuencia la Sagrada Escritura. Cuando el Señor llamó a Moisés o Jeremías y a cada uno de los profetas, los animó a que tuvieran arrojo pues Él los acompañaba. El mismo temor que hoy enfrentan muchos jóvenes para responder a Dios frente al llamado que les hace puede disiparse cuando descubrimos que en esta tarea no nos encontramos solos, debido a que cuando Dios llama se encarga de ser amigo de camino para fortalecernos en nuestro andar.

La crisis que vive el mundo frente a la vocación a la vida consagrada está sustentada en el temor de quienes aman a Dios, pero no se sienten con las fuerzas suficientes para ser fieles hasta el final. Han creído más en sus propias fuerzas que en la fuerza de Aquel que los ha llamado.

Enfrentamos un reto al amor. Que la vida adquiera sentido depende si entendemos que en este reto nos jugamos el todo por el todo y que la felicidad que tanto anhela nuestro corazón inquieto sólo será posible cuando seamos guerreros del amor, subversivos de la bondad y derechistas por la vida.

*Párroco de San Carlos Borromeo y Padre Nuestro.

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