Por Johan Llanos Berdugo*
La celebración de la Pascua como acontecimiento central de la Semana Santa, se ha convertido para muchos, sólo en el momento oportuno para realizar prácticas exteriores que a lo mucho recuerdan a un Dios crucificado, y un momento más para volver a escuchar el mensaje central de la fe cristiana pero sin ninguna influencia profunda y personal sobre el creyente en el compromiso pastoral. Por esta razón resulta más conveniente hablar hoy de realidades cristianas que transformen y no sólo de verdades cristianas que informen.
El Domingo de Ramos nos introduce en Semana Santa colocándonos ante el gran misterio de la exaltación de Jesús, misterio de gloria que brota de la Cruz, revelación del amor de Dios. Tiene sentido celebrar el Domingo de Ramos si estamos dispuestos a perseverar con esas mismas palmas hasta el Domingo de la Resurrección, recorriendo la procesión que pasa por el triduo pascual, aprendiendo que la verdadera palma de la victoria es la de la Cruz. Llegaremos así al evento central de toda la historia de la humanidad: la muerte y resurrección de Jesús. De hecho, la Pascua es el fundamento de la fe cristiana, el corazón de la vida de la Iglesia, la revelación de un Dios que saca del mal al bien, vida de la muerte. Es la Pascua (paso) de Cristo, del Señor, el paso de la muerte a la vida, a su existencia definitiva y gloriosa. Es la Pascua también de la Iglesia, su Cuerpo, que es introducida en la Vida Nueva de Su Señor por medio del Espíritu que Cristo le dio el día del primer Pentecostés.
No es casualidad que la Pascua sea el centro del calendario cristiano: toda la fe está en vilo sobre el sepulcro de Jerusalén. Todo el edificio cristiano se desmoronaría como las “Torres Gemelas” si desaparecieran los cimientos, es decir, la convicción de que al tercer día el Crucificado salió de aquella tumba transfigurado por la luz de la resurrección. El cristianismo no es un esquema ideológico independiente de hechos concretos. Por el contrario, es el anuncio de un preciso acontecimiento histórico: “Aquel Jesús que acabó vergonzosamente sobre la cruz de los esclavos, sepultado en una tumba que le prestaron por caridad, salió de ella habiendo vencido a la muerte y mostrando de ese modo que era el Mesías anunciado por los profetas de Israel”.
La eficiencia de la Humanidad de Cristo con respecto a nuestra salvación es, ciertamente, eficiencia actual del Cristo glorioso sobre nosotros, pero también eficiencia siempre actual de los misterios de su existencia terrena. La Vida, la Muerte y la Glorificación de Cristo no son sólo hechos del pasado, sino que poseen una realidad trascendente (meta-histórica), porque pertenecen a la eterna Persona del Hijo de Dios. No se trata, por supuesto, de que Jesucristo aún hoy, de alguna forma, esté muriendo en la Cruz; sino de que los hechos acaecidos en el pasado alcanzan con su eficiencia todo momento sucesivo de la historia. Como explica Santo Tomás, “las cosas que Cristo hizo o padeció en su humanidad nos fueron saludables por la virtud de la divinidad misma (...). Y esta virtud alcanza con su presencia todos los lugares y los tiempos, y tal contacto basta para explicar esta eficiencia. La Pascua no conmemora un mito sino que es un hecho siempre actual.
¿Pero que implicaciones históricas concretas tiene entonces la Pascua para el creyente y la humanidad entera? Por lo anterior podemos afirmar con certeza que la dinámica propia de la Pascua significa cambio y mejora. Por lo tanto, Insertar la Pascua en la vida pública, implica que debemos ser actores que nos comprometamos con la “solidaridad”.
Frente a la problemática del mundo hace falta volver la mirada hacia el sentido de la Pascua cristiana porque la fe en Cristo resucitado está comprometida de lleno con el progreso de la humanidad. A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo, y encauzar por caminos de perfección, todas las actividades humanas. Para los cristianos esforzarse por instaurar la fraternidad universal no es una utopía. Esta certeza vital tiene su centro en el misterio pascual, que se vuelve así una fuente de esperanza en estos días, ya que Jesucristo sufriendo la muerte por todos nosotros nos enseña a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Vivir la Pasión y Pascua, hoy, no es fácil; es difícil. El mundo en el que somos ciudadanos, no invita a expectativas como la de Jesús y su Dios. Sus esperanzas son de corto alcance y plazo.
Estamos ante uno de los momentos más difíciles para el Evangelio. La razón es clara. Nos encontramos, por primera vez, ante destinatarios que, en muchos casos, no tienen explícita conciencia religiosa, no la reconocen en su intimidad; gente que, culturalmente, no aprecia la respuesta religiosa ni siente la inquietud de tal pregunta. Son nuestros hermanos, no nuestros enemigos. Y aquí estamos nosotros, en medio de esta realidad y dentro de ella, sin margen para escaparnos a territorios más apacibles. Nos tienta el silencio de una espiritualidad desencarnada, nos tienta pedir un fuego del cielo que lo devore todo, nos tienta constituirnos en “resto santo” de salvados y salvadores… todo eso es pura escapatoria… la Pascua, el Señor de Vivos y Muertos, nos ha convocado en “la Galilea de los gentiles”, por más que resuene en nosotros la pregunta de “si de allí puede venir algo bueno”. La Pascua es y será siempre Buena Nueva de salvación para los sencillos, los pequeños, los pecadores, los pobres, los excluidos, los oprimidos, los bienaventurados, es decir, todos los que aprendieron a hacerse niños, a menudo, maltratados de tantas maneras, hasta tener experiencia propia de la fuerza amorosa de Dios y sentirse queridos por Él contra toda evidencia. Servimos a la Pascua, como Buena Noticia de la salvación de Dios “para los que Dios nunca ha sido noticia buena”, y, tras esta conversión, nos hermanamos en la Iglesia y, desde ella, también convertida al Evangelio, nos ofrecemos al Mundo como testigos de una fe compasiva y como compañeros de unos compromisos “divinos” por la justicia y la paz. Es un sueño, pero es el sueño arrancado por Cristo a los poderes de la muerte.
Jesús muerto en la cruz es la máxima expresión del amor de Dios a los hombres, en donde se solidariza totalmente con la humanidad. El Maestro nos ha encomendado un testamento difícil, el amor fraterno: “que os améis unos a otros como yo os he amado”; si crecemos cada uno en verdadero amor por los demás, la Pascua ya se está cumpliendo.
Celebrar la Pascua es reafirmar nuestra fe en la resurrección de Cristo, así como en la resurrección de todos nuestros proyectos de justicia. Ahora bien, la resurrección de Cristo no significa sólo que del otro lado de esta vida encontraremos la inefable comunión de Amor. Dice relación también a la vida en esta Tierra. “Vine para que todos tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10). No habrá vida en abundancia sino por la vía de las mediaciones políticas, como la distribución de recursos, la inversión en educación y en salud. Mi generosidad puede ofrecer, hoy, un plato de comida al hambriento, pero mañana volverá a tener hambre. Sólo la política es capaz de acabar con lo que ella misma origina: el hambre y la miseria. En ese sentido, elegir candidatos empeñados en que “todos tengan vida” es un gesto pascual, resurreccional. La Pascua debe servir de momento de reflexión: ¿qué otro mundo anhelamos? ¿Es posible alcanzar la paz si dos tercios de la humanidad viven por debajo de la línea de pobreza? ¿El camino de la paz será la imposición por las armas o la conquista de la justicia?
La Pascua nos invita a la interiorización, a meditar con los ojos muy abiertos. No es en el sepulcro de Jerusalén donde resucita Jesús ahora. Es en nuestro corazón, en nuestra solidaridad, en nuestra capacidad de captarlo en el prójimo, en especial en los más pobres, con quienes él mismo se identificó (Mt 25,31-46). La piedra que hay que quitar, para que florezca la vida, es la que pesa en nuestra subjetividad, nos amarra al egoísmo y nos inmoviliza ante los desafíos de la solidaridad.
La muerte y resurrección de Jesús es el corazón de nuestra vida y de nuestras comunidades. Los discípulos, los que el mismo Jesús llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos al mundo, hicieron un largo camino para llegar a la Pascua. El camino fue ir de Galilea a Jerusalén en compañía del mismo Jesús, el Maestro que les enseñó a vivir y soñar el Reino de Dios. Caminando con Jesús aprendieron que el Reino de Dios es también una vida personal y social de solidaridad. Solidaridad, porque la vida y los bienes, son para todos, no un bien para poseer, sino para compartir.
La vida que Jesús ofrecía en Palestina dignifica a las personas y genera la comunión con Dios y con los hermanos. Si este es el sentido de Su vida, el misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia al Padre por el cual el Mesías dona plenamente aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Mediante Su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone Su vida salvífica en las manos del Padre (Lc 23,46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1 Cor 1,30). Por el misterio Pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva, y que por lo tanto, debe ser un pueblo que se mueve en el amor solidario.
Una predicación acerca del sufrimiento debe enfrentar correctamente dos polos: el sufrimiento de Cristo y el del ser humano actual. Si falta el primero podemos caer solamente en búsquedas humanas, políticas o sociales; si falta el segundo arrancaremos de la historia misma el sufrimiento de Cristo y no responderá a las preguntas que surgen del sufrimiento humano.
En la pasión de Jesús se manifiesta palpablemente que Dios se solidariza en el mundo con el que sufre. Por eso la pregunta: ¿Cómo es posible que Dios ame al mundo si le deja sufrir? se resuelve en otra sorprendente pregunta: ¿Cómo puede Dios amarnos tanto que se solidariza con nuestro sufrimiento?
Gracias a que en los sucesos de Pascua vemos a un Dios que está con nosotros en nuestra propia historia, la solidaridad se ha convertido para nosotros en una nueva clave, cargada de un contenido que rescata lo que antiguamente la caridad quería significar. Hoy ser una “persona caritativa” no suena bien a nuestros oídos, en el mejor de los casos significa ser una persona “buena” pero ingenua respecto de las implicaciones sociales del amor. Ser solidario significa hacerse cargo de los nuevos y exigentes desafíos sociopolíticos que la radicalidad del amor evangélico hoy nos reclama. Con la palabra solidaridad se quiere restituir la dimensión comunitaria y de justicia que hay en el amor fraterno. Es esa actitud que hace que uno no pueda ser feliz si no lo son los demás. Una conciencia de dependencia y vinculación mutuas. Sentirnos y vivirnos como iguales en dignidad, en derechos, trabajar por igualar las oportunidades de vida para todos los miembros de esta gran familia humana.
La solidaridad es el amor de Dios que se solidarizó enteramente con nosotros en la Pascua de Jesús. Él es la solidaridad de Dios, que se solidarizó primero. Por eso Dios nos quiere solidarios. Dios es solidaridad y la solidaridad es Dios. En la Pascua lo solidario se hace vicario. Dios ocupa nuestro lugar y asume nuestra condición, nuestro sufrir y nuestra muerte para liberarnos y darnos vida. No siendo uno de nosotros, no siendo pobre como nosotros, se hace uno de nosotros. Comprobamos así que de este misterio cristológico fundamental, la verdadera solidaridad debe tener para todo cristiano siempre una dimensión de vicaría. La solidaridad se convierte también en “espiritualidad”. Porque el prójimo necesitado es para nosotros el mismo Jesús.
Si ser cristiano consiste en seguir los pasos de Jesús, entonces la identidad cristiana implica seguir los pasos de la Pascua con responsabilidades en la historia, frente al mundo de hoy. Esto impide que el llamado “amor de Dios” se esfume en idealismos abstractos e ingenuos, en puros sentimientos históricamente ineficaces.
* Ing. en Telecomunicaciones. Universidad Autónoma del Caribe.
Lic. Ciencias Religiosas. Facultad de Teología Pontificia U. Javeriana.
Diplomado en Teología Bíblica. Universidad del Norte.
jojellabe11@hotmail.com
La celebración de la Pascua como acontecimiento central de la Semana Santa, se ha convertido para muchos, sólo en el momento oportuno para realizar prácticas exteriores que a lo mucho recuerdan a un Dios crucificado, y un momento más para volver a escuchar el mensaje central de la fe cristiana pero sin ninguna influencia profunda y personal sobre el creyente en el compromiso pastoral. Por esta razón resulta más conveniente hablar hoy de realidades cristianas que transformen y no sólo de verdades cristianas que informen.
El Domingo de Ramos nos introduce en Semana Santa colocándonos ante el gran misterio de la exaltación de Jesús, misterio de gloria que brota de la Cruz, revelación del amor de Dios. Tiene sentido celebrar el Domingo de Ramos si estamos dispuestos a perseverar con esas mismas palmas hasta el Domingo de la Resurrección, recorriendo la procesión que pasa por el triduo pascual, aprendiendo que la verdadera palma de la victoria es la de la Cruz. Llegaremos así al evento central de toda la historia de la humanidad: la muerte y resurrección de Jesús. De hecho, la Pascua es el fundamento de la fe cristiana, el corazón de la vida de la Iglesia, la revelación de un Dios que saca del mal al bien, vida de la muerte. Es la Pascua (paso) de Cristo, del Señor, el paso de la muerte a la vida, a su existencia definitiva y gloriosa. Es la Pascua también de la Iglesia, su Cuerpo, que es introducida en la Vida Nueva de Su Señor por medio del Espíritu que Cristo le dio el día del primer Pentecostés.
No es casualidad que la Pascua sea el centro del calendario cristiano: toda la fe está en vilo sobre el sepulcro de Jerusalén. Todo el edificio cristiano se desmoronaría como las “Torres Gemelas” si desaparecieran los cimientos, es decir, la convicción de que al tercer día el Crucificado salió de aquella tumba transfigurado por la luz de la resurrección. El cristianismo no es un esquema ideológico independiente de hechos concretos. Por el contrario, es el anuncio de un preciso acontecimiento histórico: “Aquel Jesús que acabó vergonzosamente sobre la cruz de los esclavos, sepultado en una tumba que le prestaron por caridad, salió de ella habiendo vencido a la muerte y mostrando de ese modo que era el Mesías anunciado por los profetas de Israel”.
La eficiencia de la Humanidad de Cristo con respecto a nuestra salvación es, ciertamente, eficiencia actual del Cristo glorioso sobre nosotros, pero también eficiencia siempre actual de los misterios de su existencia terrena. La Vida, la Muerte y la Glorificación de Cristo no son sólo hechos del pasado, sino que poseen una realidad trascendente (meta-histórica), porque pertenecen a la eterna Persona del Hijo de Dios. No se trata, por supuesto, de que Jesucristo aún hoy, de alguna forma, esté muriendo en la Cruz; sino de que los hechos acaecidos en el pasado alcanzan con su eficiencia todo momento sucesivo de la historia. Como explica Santo Tomás, “las cosas que Cristo hizo o padeció en su humanidad nos fueron saludables por la virtud de la divinidad misma (...). Y esta virtud alcanza con su presencia todos los lugares y los tiempos, y tal contacto basta para explicar esta eficiencia. La Pascua no conmemora un mito sino que es un hecho siempre actual.
¿Pero que implicaciones históricas concretas tiene entonces la Pascua para el creyente y la humanidad entera? Por lo anterior podemos afirmar con certeza que la dinámica propia de la Pascua significa cambio y mejora. Por lo tanto, Insertar la Pascua en la vida pública, implica que debemos ser actores que nos comprometamos con la “solidaridad”.
Frente a la problemática del mundo hace falta volver la mirada hacia el sentido de la Pascua cristiana porque la fe en Cristo resucitado está comprometida de lleno con el progreso de la humanidad. A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo, y encauzar por caminos de perfección, todas las actividades humanas. Para los cristianos esforzarse por instaurar la fraternidad universal no es una utopía. Esta certeza vital tiene su centro en el misterio pascual, que se vuelve así una fuente de esperanza en estos días, ya que Jesucristo sufriendo la muerte por todos nosotros nos enseña a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Vivir la Pasión y Pascua, hoy, no es fácil; es difícil. El mundo en el que somos ciudadanos, no invita a expectativas como la de Jesús y su Dios. Sus esperanzas son de corto alcance y plazo.
Estamos ante uno de los momentos más difíciles para el Evangelio. La razón es clara. Nos encontramos, por primera vez, ante destinatarios que, en muchos casos, no tienen explícita conciencia religiosa, no la reconocen en su intimidad; gente que, culturalmente, no aprecia la respuesta religiosa ni siente la inquietud de tal pregunta. Son nuestros hermanos, no nuestros enemigos. Y aquí estamos nosotros, en medio de esta realidad y dentro de ella, sin margen para escaparnos a territorios más apacibles. Nos tienta el silencio de una espiritualidad desencarnada, nos tienta pedir un fuego del cielo que lo devore todo, nos tienta constituirnos en “resto santo” de salvados y salvadores… todo eso es pura escapatoria… la Pascua, el Señor de Vivos y Muertos, nos ha convocado en “la Galilea de los gentiles”, por más que resuene en nosotros la pregunta de “si de allí puede venir algo bueno”. La Pascua es y será siempre Buena Nueva de salvación para los sencillos, los pequeños, los pecadores, los pobres, los excluidos, los oprimidos, los bienaventurados, es decir, todos los que aprendieron a hacerse niños, a menudo, maltratados de tantas maneras, hasta tener experiencia propia de la fuerza amorosa de Dios y sentirse queridos por Él contra toda evidencia. Servimos a la Pascua, como Buena Noticia de la salvación de Dios “para los que Dios nunca ha sido noticia buena”, y, tras esta conversión, nos hermanamos en la Iglesia y, desde ella, también convertida al Evangelio, nos ofrecemos al Mundo como testigos de una fe compasiva y como compañeros de unos compromisos “divinos” por la justicia y la paz. Es un sueño, pero es el sueño arrancado por Cristo a los poderes de la muerte.
Jesús muerto en la cruz es la máxima expresión del amor de Dios a los hombres, en donde se solidariza totalmente con la humanidad. El Maestro nos ha encomendado un testamento difícil, el amor fraterno: “que os améis unos a otros como yo os he amado”; si crecemos cada uno en verdadero amor por los demás, la Pascua ya se está cumpliendo.
Celebrar la Pascua es reafirmar nuestra fe en la resurrección de Cristo, así como en la resurrección de todos nuestros proyectos de justicia. Ahora bien, la resurrección de Cristo no significa sólo que del otro lado de esta vida encontraremos la inefable comunión de Amor. Dice relación también a la vida en esta Tierra. “Vine para que todos tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10). No habrá vida en abundancia sino por la vía de las mediaciones políticas, como la distribución de recursos, la inversión en educación y en salud. Mi generosidad puede ofrecer, hoy, un plato de comida al hambriento, pero mañana volverá a tener hambre. Sólo la política es capaz de acabar con lo que ella misma origina: el hambre y la miseria. En ese sentido, elegir candidatos empeñados en que “todos tengan vida” es un gesto pascual, resurreccional. La Pascua debe servir de momento de reflexión: ¿qué otro mundo anhelamos? ¿Es posible alcanzar la paz si dos tercios de la humanidad viven por debajo de la línea de pobreza? ¿El camino de la paz será la imposición por las armas o la conquista de la justicia?
La Pascua nos invita a la interiorización, a meditar con los ojos muy abiertos. No es en el sepulcro de Jerusalén donde resucita Jesús ahora. Es en nuestro corazón, en nuestra solidaridad, en nuestra capacidad de captarlo en el prójimo, en especial en los más pobres, con quienes él mismo se identificó (Mt 25,31-46). La piedra que hay que quitar, para que florezca la vida, es la que pesa en nuestra subjetividad, nos amarra al egoísmo y nos inmoviliza ante los desafíos de la solidaridad.
La muerte y resurrección de Jesús es el corazón de nuestra vida y de nuestras comunidades. Los discípulos, los que el mismo Jesús llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos al mundo, hicieron un largo camino para llegar a la Pascua. El camino fue ir de Galilea a Jerusalén en compañía del mismo Jesús, el Maestro que les enseñó a vivir y soñar el Reino de Dios. Caminando con Jesús aprendieron que el Reino de Dios es también una vida personal y social de solidaridad. Solidaridad, porque la vida y los bienes, son para todos, no un bien para poseer, sino para compartir.
La vida que Jesús ofrecía en Palestina dignifica a las personas y genera la comunión con Dios y con los hermanos. Si este es el sentido de Su vida, el misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia al Padre por el cual el Mesías dona plenamente aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Mediante Su sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone Su vida salvífica en las manos del Padre (Lc 23,46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1 Cor 1,30). Por el misterio Pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo pueblo que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva, y que por lo tanto, debe ser un pueblo que se mueve en el amor solidario.
Una predicación acerca del sufrimiento debe enfrentar correctamente dos polos: el sufrimiento de Cristo y el del ser humano actual. Si falta el primero podemos caer solamente en búsquedas humanas, políticas o sociales; si falta el segundo arrancaremos de la historia misma el sufrimiento de Cristo y no responderá a las preguntas que surgen del sufrimiento humano.
En la pasión de Jesús se manifiesta palpablemente que Dios se solidariza en el mundo con el que sufre. Por eso la pregunta: ¿Cómo es posible que Dios ame al mundo si le deja sufrir? se resuelve en otra sorprendente pregunta: ¿Cómo puede Dios amarnos tanto que se solidariza con nuestro sufrimiento?
Gracias a que en los sucesos de Pascua vemos a un Dios que está con nosotros en nuestra propia historia, la solidaridad se ha convertido para nosotros en una nueva clave, cargada de un contenido que rescata lo que antiguamente la caridad quería significar. Hoy ser una “persona caritativa” no suena bien a nuestros oídos, en el mejor de los casos significa ser una persona “buena” pero ingenua respecto de las implicaciones sociales del amor. Ser solidario significa hacerse cargo de los nuevos y exigentes desafíos sociopolíticos que la radicalidad del amor evangélico hoy nos reclama. Con la palabra solidaridad se quiere restituir la dimensión comunitaria y de justicia que hay en el amor fraterno. Es esa actitud que hace que uno no pueda ser feliz si no lo son los demás. Una conciencia de dependencia y vinculación mutuas. Sentirnos y vivirnos como iguales en dignidad, en derechos, trabajar por igualar las oportunidades de vida para todos los miembros de esta gran familia humana.
La solidaridad es el amor de Dios que se solidarizó enteramente con nosotros en la Pascua de Jesús. Él es la solidaridad de Dios, que se solidarizó primero. Por eso Dios nos quiere solidarios. Dios es solidaridad y la solidaridad es Dios. En la Pascua lo solidario se hace vicario. Dios ocupa nuestro lugar y asume nuestra condición, nuestro sufrir y nuestra muerte para liberarnos y darnos vida. No siendo uno de nosotros, no siendo pobre como nosotros, se hace uno de nosotros. Comprobamos así que de este misterio cristológico fundamental, la verdadera solidaridad debe tener para todo cristiano siempre una dimensión de vicaría. La solidaridad se convierte también en “espiritualidad”. Porque el prójimo necesitado es para nosotros el mismo Jesús.
Si ser cristiano consiste en seguir los pasos de Jesús, entonces la identidad cristiana implica seguir los pasos de la Pascua con responsabilidades en la historia, frente al mundo de hoy. Esto impide que el llamado “amor de Dios” se esfume en idealismos abstractos e ingenuos, en puros sentimientos históricamente ineficaces.
* Ing. en Telecomunicaciones. Universidad Autónoma del Caribe.
Lic. Ciencias Religiosas. Facultad de Teología Pontificia U. Javeriana.
Diplomado en Teología Bíblica. Universidad del Norte.
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