martes, marzo 25, 2008

NO BASTA SABER QUE JESÚS RESUCITÓ


Por JUAN AVILA ESTRADA, Pbro. *

¡¡HA RESUCITADO EL SEÑOR!! Cuánto necesita el mundo conocer esta gran verdad. No sólo porque ella ha sostenido la fe de la Iglesia durante 20 siglos, sino porque los oídos de los hombres requieren saber que la esperanza no ha muerto y que aquello que creíamos irremediable, la muerte, tiene solución en Jesús.

Desde que volvimos a cantar el Aleluya en la liturgia cristiana, el énfasis de nuestras celebraciones ha estado en este punto central de nuestra fe: si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra esperanza. Pero, no es sólo eso… no es únicamente el poder entonar el Gloria ni cantar la aclamación del Aleluya; es mucho más que eso, es saber que la resurrección de Jesús es la posibilidad de hacer propia su vida en la mía.

Mirémoslo de esta manera: desde niños nos han enseñado que Jesús murió y resucitó por nosotros. Eso lo creemos. Pero no es suficiente creerlo porque corremos el riesgo que se convierta en una idea más aprendida de memoria que en nada afecta nuestra vida personal. Hoy no basta SABER que Jesús resucitó como acontecimiento de la historia pasada, hoy es importante permitir que esta vida suya se actualice de tal manera en la mía que haga siempre de nosotros (de cada uno) personas completamente renovadas. Eso que tanto deseamos y que a veces nos piden quienes nos aman: “cambiar, cambiar, cambiar”, es viable solamente cuando el Jesús de ayer se hace HOY para transformarme. Ese que colgó de la cruz también descendió de ella, pero no por la instigación de los fariseos para demostrarles que era realmente el Hijo de Dios, sino por el poder del Padre que permitió llevarlo hasta la experiencia de la muerte para demostrarnos que aquello que más tememos ha sido vencido de manera definitiva con la exaltación y la glorificación del Hijo del hombre.

Las vendas, signo de ataduras; el lienzo, símbolo del enmascaramiento caen para siempre. Todo queda enrollado en la tumba para dar paso al nuevo hombre, al nuevo hijo de Dios. Es imposible que a partir del conocimiento y de la experiencia de la resurrección de Jesús, permanezcamos impávidos como si no tuviera que ver con nosotros; ahora es realmente cuando empieza a hacer historia con el hombre, no para construírsela sino para permanecer a su lado como testigo de lo que cada uno es y hace y la manera como vamos escribiendo las líneas de la propia vida.

Si Jesús resucitó fue para que Dios no tuviera que hacer las cosas por nosotros, para no tener que manejar al hombre como un títere ni tomar determinaciones por él como si hubiera creado idiotas en vez de seres racionales y libres. Si Jesús resucitó fue para dimensionar el valor de lo que poseemos y captemos que vivir no es respirar ni morir dejar de hacerlo, sino que la vida como don está dada también para donarla y hacerla prosperar en la oblación. Es que no es posible vivir ni morir para sí mismo, sino hacerlo todo por Él con Él y en Él como decimos en la doxología eucarística. Cristo resucita para que quienes creemos en su Palabra sepamos auto determinarnos y seamos aurigas de nuestro carruaje.

Parodiando a Agustín de Hipona, podemos afirmar que “aquello que somos sin ayuda nuestra no podemos llevarlo a plenitud sin la libertad nuestra”. ¿De qué otra manera entonces podríamos entender la vida nueva en Jesús resucitado? ¿Acaso no más como la opción de poder hacer con nosotros lo que queramos sin tener que responder por ello o más bien como el resultado final de haber vivido tan plenamente (que no significa exitosamente) la vida, que la resurrección propia no sea el premio al mérito sino consecuencia lógica de haber llegado a ser lo que se tenía que ser?

Déjeme decírselo de esta manera: Dios siempre ha soñado con el hombre hecho a semejanza de su Hijo Jesucristo. Esto no quiere decir parecernos a Jesús (fracasa quien lo intenta pues Jesús es uno solo y nadie como él ni como tú o como yo), sino llegar a ser tan plena y perfectamente nosotros mismos que lleguemos a ser únicos e irrepetibles como él lo es. Llega a ser como Cristo el que aprende a ser original como Cristo. Eso es lo que produce la vida nueva. Resucitar no es levantarse nuevamente de la tumba como lo hizo Lázaro o el hijo de la viuda de Naím o la hija de Jairo; no es tampoco estar ante la presencia de Dios como espíritus alados como si fuéramos ángeles. No es volar en el aire sin identidad perdiéndonos a nosotros mismos.

Resurrección, vida nueva, es plenitud de vida según el modelo primigenio que Dios tenía en su mente y en su corazón desde el día que soñó despierto con nosotros y ya conocía hasta nuestro nombre por raro e inventado que fuera. Resurrección es más que volver a la vida, más bien lo llamaría un “volver a vivir” después de haber gustado y saboreado y desarrollado esta preciosa vida terrena que Dios nos ha dado para compartir y amar. Resucitar es ser lo que se debe ser desde el plan de Dios no por el resultado de nuestras obras, sino por toda la dedicación y la convicción de haber hecho lo que se tenía que hacer y haber agotado todos los medios e invertido los talentos para llegar al resultado final que sólo Dios puede esperar. Por esto y más, es difícil captar con el entendimiento qué fue exactamente lo que “vieron” los discípulos de Jesús cuando él se les apareció en repetidas ocasiones. Si lo “vieron” ¿por qué no lo vieron los demás? Cómo hubieran quedado boqui abierto los sumos sacerdotes o Poncio Pilato o los soldados que lo azotaron y se burlaron de él. Pero no. No era ni remotamente posible para estos hombres “ver” a Jesús resucitado. Es que para contemplar la resurrección se requiere que el vidente haya tenido una experiencia de transformación interior tan profunda que sea capaz de cerrar los ojos para captar con el corazón.

Lo que aquellos humildes hombres pudieron ver no fue un cadáver que había vuelto de entre los muertos (una experiencia de esta manera debe ser realmente aterradora); sino un ser tan humanamente perfecto que se hacía deseable poder vivir lo que él estaba viviendo. Jesús resucitado es el espejo donde podemos mirarnos para encontrar en él lo que anhela nuestro corazón. La búsqueda de la satisfacción de todos los deseos naturales y sobrenaturales se condensan en este maravilloso hombre que al “levantarse” de la tumba devolvió la esperanza al mundo y lo hace saltar de un gozo indecible cambiando su luto en danza y sus lágrimas de tristeza en llanto de alegría.

* Párroco de San Carlos Borromeo y Padre Nuestro

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