Párroco de San Carlos Borromeo y Padre Nuestro
Es común encontrar entre nuestros asistentes a las celebraciones eucarísticas un cierto número de personas que suelen denigrar de ella por diferentes razones: “No entiendo por qué tengo que pararme, sentarme o arrodillarme en ciertos momentos de la celebración”... “No le entiendo al curita nada de lo que dice, es enredado, está muy viejo”... “Es demasiado larga, o demasiado corta, repetitiva, un rito carente de sentido”...
Estas y muchas otras argumentaciones son esgrimidas por ocasionales feligreses y en ello se basan para reafirmar su poca motivación para participar cada domingo de la Eucaristía.
Tal vez uno de los errores que cometió la Iglesia en el pasado fue determinar en uno de sus mandamientos que era necesario “OIR misa todos los domingos y fiestas de guardar”. Desde allí se empezó a fallar en la forma como se presentaba la celebración. De hecho la Eucaristía NO SE OYE, sino que SE CELEBRA.
Cuando entramos al templo de nuestra comunidad parroquial y participamos de la Misa dominical, entendemos que ella adquiere todo su sentido si hemos vivido una experiencia comunitaria de fe. El domingo es el día en que los fieles, después de haber vivido y compartido como hermanos durante toda un semana, se reúnen para adorar y bendecir al Dios en el que creen. Por ello, la fe que se ha compartido en la cuadra, debe ser celebrada con los de la cuadra. Tal vez uno de los grandes obstáculos que nos impiden gozar de la Eucaristía es no conocer a quienes se encuentran a nuestro lado.
Nuestra celebración está llamada a ser el encuentro de comunidad de comunidades y no sencillamente una asamblea en la que todos somos unos completos desconocidos. Buscar cada domingo un templo distinto para participar de la misa es ignorar el sentido de comunidad que estamos llamados a construir. En ocasiones se busca al sacerdote que se ajusta más a nuestro gusto personal y que al mismo tiempo satisfaga los anhelos espirituales de cada uno, en detrimento de la propia comunidad parroquial.
Pero CELEBRAR implica todo un proceso de conocimiento, de experiencia y de vivencia de la Palabra de Dios que me haga entender que sólo celebro lo que he vivido. Vivimos una época en que nuestros asistentes a la Eucaristía son personas que han pasado del bautisterio al altar, sin haber hecho todo un proceso de aceptación de la persona de Jesús. Es imposible celebrar aquello que ni siquiera se conoce y menos aún se cree. Por eso seguimos teniendo feligreses (¿?) que sólo van a OIR y, por lo tanto, lo mismo les da ir hasta el propio templo que quedarse en la casa y encender la radio para escuchar la Misa o verla por televisión.
¿Qué podemos decir de una fiesta en la hay una excelente orquesta, buena comida, un buen número de asistentes, pero ninguno quiere sacarle provecho y divertirse? ¿Acaso se puede culpar al anfitrión por el fracaso? Debemos entender que toda celebración es de todos y que no existen fiestas aburridas ni misas aburridas, sino personas aburridas que desde la sequedad del corazón no le encuentran sentido a nada.
Sólo en la experiencia comunitaria de Jesucristo, valoramos la proclamación de la Palabra de Dios, la consagración del pan y del vino, el rito de la paz y la comunión. Sólo en él podemos entender por qué sentarse o pararse o arrodillarse. A muchos les parecerá ridículo ver a alguien arrodillado delante de la persona amada, pero quien lo hace conoce el sentido de lo que hace.
Si queremos mejores celebraciones, pensemos cuál es nuestro aporte al asistir a ellas. No vamos a misa a presenciar un acto circense, un espectáculo de malabares o una obra de teatro sino a sentarnos junto a una mesa en la que el Maestro vuelve a convertirse en un pedazo de pan para ser cada día el Dios con nosotros, el Pan de vida eterna.
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