“… y, enseguida, ellos dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.” (Mateo 4,22)
Por JUAN ÁVILA ESTRADA, Pbro.
Párroco San Carlos Borromeo y Padre Nuestro
Las palabras que siguen al titular de este escrito las hemos leído o se nos han proclamado multitud de veces en nuestras comunidades parroquiales. Están enmarcadas en el contexto del llamado que Jesús hace a sus primeros discípulos cuando los encuentra pescando a orillas del lago de Galilea y empieza a compartir con ellos su experiencia del Reino, para luego enviarlos a proclamar al mundo lo que vieron y oyeron de sus propios labios.
Comprender que ese mismo Jesús pueda experimentarse de modo singular en el mundo de hoy, al inicio de una carrera universitaria, en una preciosa relación afectiva o en lo íntimo de un corazón silencioso, es uno de los grandes retos del hombre contemporáneo al aprender a hacer una “relectura” de su propia vida a la luz de la fe y no, simplemente, bajo la lupa de la casualidad.
Entender hoy por qué un joven decide entrar al seminario para hacerse sacerdote no es tan sencillo. “Puedes servir a Dios sin ser cura… ; ¿no te parece demasiado precio renunciar a una esposa y a unos hijos?; para amar al Señor no es necesario tanto sacrificio…” Estas son algunas de las múltiples razones que esgrimen quienes no entienden lo que significa amar a Dios con toda el alma y donar a Él aquello que es tan natural en el hombre, no a manera de renuncia dolorosa, sino a modo de ofrenda y oblación pura. Donación que es más valiosa tanto más libre se sea para ello. Sólo el que ama entiende lo que hace y el por qué lo hace; eso forma parte de la relación personal que se establece con el Señor, con quien se ha compartido en la intimidad de la oración, y la vivencia de la fraternidad con quienes nos rodean.
Entonces, ¿qué es un sacerdote? Un hombre cuyas manos le pertenecen a todos, pero no es dueño de ninguna de ellas; aquel que escucha a todos para llevar ante el Señor las angustias y las penas de quienes le han abierto el corazón; es la voz de Dios en medio de un mundo aturdido por el barullo que ensordece; es quien defiende la verdad aún a costa de su propio nombre; quien no se deja amedrentar por la calumnia y la persecución; un hijo de Dios que hace a todos, por el bautismo, hijos del Padre celestial; un hombre entregado a Dios por sus propios padres para que le sirva en la tierra; un ser cuyo corazón es de todos, pero no posee ninguno para sí mismo; un hombre que ama como pastor, amigo, hermano; aquel que tiene manos para bendecir, absolver, abrazar; a quien le hablas con la certeza que sabe escucharte y tendrá siempre una voz de aliento para tus días de sombra.
Pero sobre todo, un sacerdote es un ser humano que ríe con las alegrías, llora para nunca olvidar que las lágrimas limpian el alma y no permiten que los pies se despeguen de la tierra y les recuerdan que también él necesita de la misericordia de Dios; es aquel que siente dolor ante su propio pecado y el pecado del mundo; es quien ante la presencia de la sencilla magnificencia de la Eucaristía en sus manos se siente amado por Aquel que lo eligió para volverlo “hacedor” del Cuerpo de Cristo. Y por qué no, es un hombre que un día cualquiera de su vida pudo olvidarse de su amor primero y renunciar a él para seguir los dictámenes de su corazón. Sí, un sacerdote es una persona como usted que “es escogido entre los hombres para representarlos delante de Dios y para hacer ofrendas por los pecados. Y como está sujeto a debilidades humanas, puede tener compasión de los ignorantes y extraviados, y a causa de su propia debilidad, tiene que ofrecer sacrificios por sus pecados tanto como por los pecados del pueblo.” (Hebreos 5,1-4)
Un sacerdote no es un ángel. Si lo fuera estaríamos perdidos, pues jamás podrían absolvernos de nuestros pecados a causa de no entendernos. No es un santo aunque esté llamado a serlo como todos los bautizados. Es un hombre que necesita también de su oración y su amistad. Así como él debe conocer sus ovejas, éstas deben conocerlo y amarlo, escuchar su voz y seguirle para que a todos nos lleven a las praderas del Reino de Jesús.
No es sencillo entender a un sacerdote aparentemente tan ajeno a las realidades del mundo, simplemente porque no ajusta su vida a los criterios del hombre contemporáneo sino que siempre se levanta como antorcha en medio de ideas oscuras que llevan al mundo a la perdición. “Si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará?” Si todas las ideas “modernas” del mundo fueran aceptadas por cada sacerdote, entonces se perdería su razón de ser en medio del pueblo. Por eso, un sacerdote siempre será un “anticuado” para muchas cosas sencillamente porque hay asuntos que nunca podrán modernizarse en la cabeza de un heraldo del Evangelio. Siempre será anticuado para pregonar que la vida merece respeto desde su concepción natural hasta la muerte natural; para decir que “Dios los creó varón y mujer y por eso deja al hombre a su padre y a su madre, se une a su mujer y se hacen los dos una sola carne”; nunca se “modernizará” para estar a tono con una cultura que defiende el supuesto derecho a quitar la vida a un indefenso para defender la “honra” de una mujer, como si valiera más honra que vida.
¿De qué valdría un sacerdote si todo lo que dice se ajusta a la corriente? Sólo para encerrarlo en el templo y que se dedique a celebrar una Eucaristía que no diría nada a nadie ni cambiaría la vida de los que la celebran junto con él. Siempre buscará este hombre poseer la misma misericordia de Dios para con todos, sin juzgar a nadie, comprendiendo la debilidad y la miseria humana, pero también sin renunciar a las grandes verdades enseñadas por Jesús.
Cristo se hizo hombre como nosotros no para quedarse como nosotros, sino para que nos hiciéramos como él; entonces, todo sacerdote siempre luchará para que nosotros no nos contentemos con ser como somos, sino que nos prestará su ayuda para que seamos elevados a nuestra condición sublime de hijos de Dios llamados a la perfección. Eso es un sacerdote. Recuerde, cada vez que se acerca a él, está ante un hombre de Dios que lo quiere para Dios y que con cada sacramento que le administra santificará las acciones más importantes de su vida: desde el momento en que nace, pasando por la madurez, el amor, la enfermedad hasta la muerte. Rodeemos entonces a nuestros pastores: el Papa, obispos y sacerdotes, de todo nuestro afecto espiritual, pongámoslos ante los pies del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, para que él los tome en sus manos y haga de todos santos pastores para que el mundo crea por el testimonio de cada uno.
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