“El Cristianismo no es la religión de una ‘ley’, sino la religión de una ‘persona’. El mismo Jesús, viviendo en nosotros por su Espíritu, es nuestra única Regla de Vida. La obediencia a esta «nueva ley» nos hace semejantes a Él como persona. Por tanto, perfecciona la imagen divina en nosotros. Nos hace como Dios. Nos llena de la vida y la libertad que Él nos enseñó a buscar”. (Thomas Merton, El hombre nuevo: el segundo Adán, 115)
El “divorcio” entre fe y vida, es decir, la incompatibilidad entre lo que decimos creer y lo que hacemos, es una las realidades que más preocupa a la Iglesia en nuestro tiempo. Más que los ataques y persecuciones que vienen de fuera, la falta de coherencia de los que están “adentro”, de los que se consideran creyentes, es uno de los más graves problemas entre los cristianos de nuestro tiempo. Precisamente, al concluir la primera parte de este artículo, en la edición pasada, hacía referencia a una de las tantas manifestaciones de ese “divorcio” entre la fe y la vida. En esa oportunidad afirmaba que “…el Domingo no está pasando a la vida”, en otras palabras, lo que supuestamente celebramos, nuestra Pascua Semanal, como también se le conoce a la eucaristía del domingo, Día del Señor, no está involucrando, no está comprometiendo seriamente nuestra vida, nuestras actitudes, nuestro pensamiento.
Cada semana al final de la Eucaristía, se nos hace un envío, se nos compromete a llevar –con nuestras actitudes- lo que se ha celebrado, a todas las realidades del mundo en el que vivimos, la escuela, la fabrica, la casa, el barrio… paradójicamente, finalizada la eucaristía, aquello que tanto se nos ha insistido es lo primero que se nos olvida. En efecto, se nos olvida que un cristiano que no refleja a Cristo no es un cristiano, que un católico que no pueda suscitar -entre los que entran en contacto con él- interrogantes serios sobre la vida y el sentido de la propia existencia al ver su testimonio de vida, probablemente no está viviendo su fe como debiera. En resumen, si un creyente no aporta al oscuro mundo presente, al menos un pequeño rayo de luz, un destello que transmita su experiencia con Cristo Resucitado, que refleje su gloria al hombre que hoy ha perdido la esperanza y el sentido de su vida, no puede considerarse seguidor de Cristo. Nadie puede decir que cree en Él, si no hace que otros deseen encontrarle, aun cuando no diga nada y sólo hable con la vida.
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Lea más en la edición 138 de Kairós.
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