«La presencia de Dios es un soplo que llena todo el universo, es un impulso de amor, de luz y de paz sobre la tierra. Animados por este soplo, somos conducidos a vivir una comunión con los demás, y somos llevados a realizar la esperanza de una paz en la familia humana… Por su Espíritu Santo, Dios penetra en nuestras profundidades, Él conoce nuestro deseo de responder a su llamada de amor. Así podemos preguntarle: “¿Cómo descubrir eso que Tú esperas de mí? Mi corazón se inquieta: ¿cómo responder a tu llamada?” En el silencio interior, esta respuesta puede surgir: ¡Atrévete a dar tu vida por los demás, allí encontrarás un sentido a tu existencia!» (Roger de Taizé, Ama y dilo con tu vida)
“Yo vengo a ofrecer mi corazón”, es una de las canciones que hicieron famosa a Mercedes Sosa en los años 80s. Quien la haya escuchado atentamente alguna vez, habrá podido percibir la simplicidad de su letra y la profundidad de su mensaje. Personalmente encuentro en esta canción una llamada a entregar generosamente nuestra vida -por amor- a aquellos que más lo necesitan; pueden ser nuestros familiares, amigos, conocidos, pero también nuestros enemigos, aquellos que nos odian, a quienes “no les caemos bien”. Al ser fruto de un amor verdadero, ésta entrega puede hacer que resucite la esperanza en medio de las circunstancias más difíciles. Y así, el odio podría convertirse en reconciliación, la tristeza en gozo, y la angustia en confianza.
En este artículo, tanto el título, que como ya mencioné es de una canción de Mercedes Sosa, como la cita siguiente, cuyo autor es Roger de Taizé, nos ofrecen una amplia visión sobre ese poder que tiene el amor brotado de una fuerte y concreta experiencia de Dios. Y no me estoy refiriendo a ese amor romántico que se agota en el sentimiento, producto de la afectividad humana, sino al amor en cuanto experiencia de Dios; un amor que nos lleva a descubrir que si amamos, nos hacemos semejantes a Dios, puesto que -si Dios es amor- amar es ser como Él.
¿SER COMO DIOS?
A propósito de esto, una de las grandes contradicciones que se pueden identificar en la experiencia de fe de los cristianos de hoy, es el querer ser cristiano sin ser como Cristo. Se habla mucho de amor, pero se ama poco; a veces ni a los que viven bajo nuestro mismo techo. Hablamos mucho de perdón, pero a la hora de perdonar todo se nos olvida. ¿Acaso pueden existir cristianos que no amen o que no perdonen? Mucha gente cree que sí. El pequeño problema es que, si se quiere ser verdaderamente cristiano, se debe actuar como Cristo. A muchos esto les suena duro y a muchos más, exagerado; el hecho es que, aceptémoslo o no, el único camino hacia un verdadero cristianismo, es la configuración plena con Jesucristo. En palabras de San Pablo: “ser otro Cristo”. Ser otro Cristo en la juventud, en el noviazgo, en el matrimonio, en la educación de los hijos, en la vejez…
Hace algún tiempo escuché a un conferencista que aconsejaba a una mujer que se separara de su esposo porque éste le maltrataba; entre sus muchos “argumentos” uno me llamó particularmente la atención: “Si él -refiriéndose al esposo- no te valora, ni te respeta, entonces no te merece, y tú –continuó diciendo- no puedes estar mendigándole afecto”. La verdad es que suena lógico, pero no por eso quiere decir que sea cierto.
¿Quién dijo que el amor cristiano es así de miope, condicionado a repuestas y actitudes humanas? ¿Se imagina si Cristo hubiese pensado igual, si –con justa razón- hubiese dicho: “Estos seres humanos no merecen que yo muera por ellos”? Quizá alguien podría responder: “pero ese era Cristo”. Y es verdad, ese que entregó su vida hasta la muerte, “que amó a los suyos hasta el extremo”, era Cristo. Pero ese mismo Cristo, por su muerte y resurrección, ha hecho posible que el creyente pueda amar en la dimensión de la cruz, hasta la entrega total y sin esperar nada a cambio.
Si cada vez que el ser humano se encuentre con el dolor, con el sufrimiento, con las normales consecuencias de la fragilidad humana, su respuesta va a ser la de huir, la de dar la espalda como medida de autoprotección, ¿qué futuro le espera a la familia humana?
¿QUIEN DIJO QUE TODO ESTÁ PERDIDO?
Volviendo al caso de los matrimonios, he conocido las experiencias de muchas parejas a las que varios terapeutas familiares desahuciaron; no quiero decir con esto que el trabajo de estos profesionales sea inadecuado o innecesario, más bien me estoy refiriendo a unos casos muy puntuales en los que, por encima de toda previsión, los matrimonios pudieron reconstruirse.
Cuando se escucha la experiencia de estos matrimonios, dos cosas quedan claras: la primera, que desde el mismo momento en que uno de los cónyuges empieza a amar en la dimensión de la cruz, a morir por el otro, a morir a su gusto, a su criterio, a su orgullo, y acepta a su pareja tal cual es, sin querer cambiarle, el matrimonio se reconstruye; y la segunda, que sólo desde la gracia, desde una vida sacramental activa y conciente, se puede recibir el don de amar por encima del pecado y la fragilidad del otro.
Esto se aplica a todo. Nadie que ante un sufrimiento o una situación que supere su capacidad humana, se acoja a Dios, confíe en Él, y entre en su voluntad, puede quedar defraudado; si así fuera, ¿en qué clase de Dios creemos? ¿De verdad pensamos que Dios es tan inservible como para no reconstruir matrimonio que ha sido fruto de su voluntad? Y aunque parezca doloroso, incluso imposible, sólo el dar la vida por los demás, muriendo a nuestros caprichos y exigencias, amando al modo de Cristo, podrá darle a nuestra existencia su verdadero sentido.
¿Ya lo has intentado todo? ¿El dialogo, la consejería, el sicólogo…? Aún queda Dios.
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