"Yo vengo a ofrecer mi corazón"
Por: RÓGER VARGAS CHOLES
Asistente de Redacción Kairós
La tentación de creer saberlo todo, de que no hay nada nuevo que nos sorprenda o nos interpele, siempre ha estado muy cerca de los seres humanos. Por eso, quizá no exista –en el contexto de nuestra vida cotidiana- algo que perdamos más fácilmente que la capacidad de asombro. De esto ya he hablado en otras ocasiones, pero ahora lo retomo, porque al continuar con esta segunda parte del artículo que iniciamos en la edición pasada, debe quedarnos muy claro que sobre el amor no sabemos tanto como creemos, y que cuando abordamos su verdadero significado, podremos advertir una novedad inesperada: probablemente descubriremos que eso a lo que por mucho tiempo hemos dado el nombre de amor, no es tal cosa. Pero, ¿Por qué iniciamos hablando de esto? La respuesta es sencilla. Nadie que este cerrado a la posibilidad de amar, pero amar de verdad, podrá “ofrecer su corazón” por el otro; ahora bien, esto que suena tan cursi, “ofrecer el corazón”, es una actitud que encierra una profundidad inimaginable.
En la Sagrada Escritura, el corazón denota la integralidad del ser, por lo que -esta entrega del corazón- sería entonces el ofrecimiento de la propia vida. Pero esto, aunque suene muy personal, sólo es obra de la Gracia divina; el morir voluntario por la vida del otro, renunciar al ego, matar al «súper yo» que nos impide practicar un amor oferente que devuelva la vida y la esperanza, a quienes la amargura terminó por desfigurar en personas tristes y agresivas, no es algo que el ser humano pueda hacer por sus fuerzas, por mucho que quiera.
El cristiano sabe que no podrá amar si el Señor no se lo concede; y como sabe que Dios sí desea regalarle este don, se dispone a secundar la acción del Señor que quiere llevarle a amar en la dimensión de la cruz, es decir, en la medida del amor absoluto. En efecto, amar -sin Cristo- más que una dificultad es una imposibilidad; se puede ser simpático, cortés, agradable, educado… pero amar, amar de verdad, no es tan simple.
¿HASTA DONDE ES AMOR?
John Lennon, uno de los integrantes de los Beatles, la celebre banda pionera del rock en los años 60s, escribió una canción de la que él nunca alcanzó a comprender toda su profundidad. Parodiando un poco a San Agustín, que había dicho: “ama y has lo que quieras”, John Lennon escribió “Solo necesitas amor”. Y es verdad, aunque Lennon no vivió según su frase, sólo necesitamos amor.
Por otro lado, si amar es entonces la única salida a los problemas del mundo, a situaciones tan cotidianas como un hijo desobediente o tan complejas como una guerra fraticida, cabría preguntarse ahora, ¿hasta donde se debe amar? Por extraño que parezca, es en este punto donde mayor confusión existe. Alguien podría preguntarse: “si el amor es la única salida, ¿debo soportar la injusticia y la violencia por amor? o ¿Si mi esposo me golpea y atenta contra mi vida, debo mantenerme a su lado a pesar del peligro?
Para responder estas preguntas y otras semejantes, se debe tener claro que el amor nunca se alía con el mal, sino que lo vence a fuerza de bien. Amar a una persona haciéndose cómplice del mal no es amar. El amor es verdad, y sólo desde esa verdad se puede amar verdaderamente. Lo segundo que hay que tener en cuenta es que, independientemente de las consecuencias que el mal acarree, el amor que es don, pura gracia de Dios, las supera. Por último, el amor verdadero es sanador, redentor, no se ama para que aquel o aquella a quien amamos continúen en el mal, sino para que con nuestro amor puedan encontrar el camino de regreso al bien. Creo que unos ejemplos, dos testimonios de la vida real, pueden ayudarnos a comprender mejor esto.
Maria Goretti, era una chica italiana que fue asesinada por Alejandro, un joven que quiso abusar de ella. Antes de morir, María le dijo que le perdonaba; y fue ese amor a su enemigo, lo que hizo que Alejandro se arrepintiera, se entregara a las autoridades y se convirtiera –en la cárcel- de su mala vida. Tiempo después Alejandro asistió a la canonización de María, la jovencita que hoy todos conocemos como Santa María Goretti.
Conocí el caso -y este me es más cercano- de un matrimonio al que aprecio mucho, pero que en la época de lo que les voy a contar, estaba a punto de acabarse. Él, un drogadicto y ella una mujer ejecutiva que se esforzaba por alienarse en su trabajo y así olvidar –aunque fuera por un momento- sus problemas. Llego el día en que, luego de considerar la separación como una salida, ella empezó a ser consiente de que huyendo no lograría nada. Comenzó entonces a orar por su esposo; frecuentemente se encerraba en el baño; y arrodillada -con las lágrimas- pedía al Señor que le ayudara. Hoy son un matrimonio feliz; él superó su adicción y ella ha puesto su trabajo en el segundo lugar. Ambos le permitieron a Dios entrar en su matrimonio y todo cambio radicalmente. ¿Qué hubiese sido de este hombre si ella, con justa razón, lo hubiera abandonado?
De pronto alguien dirá: “eso «sólo» lo hace un santo” a lo que «sólo» se puede responder: ¿Y a que otra cosa estamos llamados? Quien hoy esté en la Iglesia y no aspire a ser un santo, pero no un santo cualquiera –como decía un padre amigo- sino un santo de los de altar, ¿Para que va a la Iglesia? Los cristianos mediocres ya han hecho mucho daño. Y todos, en algún momento de nuestra vida, hemos sido ese tipo de cristianos. ¿Vamos a continuar ahí?
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