Fray Gilberto Hernández García, OFM *
Estamos viviendo el tiempo litúrgico de la Cuaresma, tiempo que nos invita o, como dice Benedicto XVI, “nos provoca a dar un impulso más decidido a nuestra vida cristiana” y nos prepara a las celebraciones de la Pascua. Es una valiosa oportunidad que nuestro Dios, Uno y Trino, por mediación de la Iglesia, nos brinda para volver a Él. Es muy cierto que todos los días son oportunos para intentar esta metanoia, este cambio de mentalidad, corazón y rumbo, sin embargo, como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura de la liturgia del Miércoles de Ceniza, “este es un tiempo favorable”, una gracia que no debe echarse “en saco roto”.
Durante estos cuarenta días escuchamos con insistencia el recurso a la oración, la limosna y el ayuno, como “medios” privilegiados en este itinerario. De ahí que un gran número de fieles católicos solemos pensar en ellas como obras piadosas y buenas que todo cristiano debe realizar, sobre todo en este período. Si bien este modo de ver las cosas es correcto, no es completo. Juan Pablo II, en más de una ocasión, al hablar sobre estos tópicos cuaresmales, había subrayado que “requieren ser comprendidos más profundamente si queremos insertarlos más a fondo en nuestra vida y no considerarlos simplemente como prácticas pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo”.
No podemos perder de vista que la Cuaresma sólo dura cuarenta días, en cambio, tender a Dios, es una tarea permanente; esto significa que es necesario convertirse continuamente. La Cuaresma debe imprimir su huella fuerte e imborrable en nuestra vida; debe renovar en nosotros “la conciencia de nuestra unión con Jesucristo, que nos hace ver la necesidad de la conversión y nos indica los caminos para realizarla”. En este sentido podemos reflexionar sobre el papel fundamental de la oración en el tiempo cuaresmal, entendido éste como un tiempo fuerte que tiene su cima y continuidad en la Pascua, y que nos sirve —permítaseme la analogía— de “entrenamiento” e impulso para la vida ordinaria. Es indudable que durante este tiempo de gracia, a muchos se nos despiertan los sentimientos religiosos y una de las primeras y más recurrentes acciones es la oración: buscamos ir a una iglesia, participamos de alguna liturgia, etc. Sin embargo, debemos tener claro que la oración más que una práctica o una acción aislada es una actitud ante y en la vida.
Esta época que nos ha tocado vivir está marcada fuertemente por una tendencia al secularismo, a echar de la vida pública y privada a Dios. Sin Dios se vive en la superficie, en la evasión, en la búsqueda desmedida del bienestar a costa de lo que sea, del poder, del prestigio y del placer por el placer. Incluso, aunque por tradición nos declaramos católicos, muchos asumen que son “creyentes pero no practicantes”, dando por resultado la búsqueda de una práctica religiosa “light”, sin compromiso. Estas situaciones, lejos de brindarle felicidad y paz interior a cada hombre y mujer, nos sumen en un sin-sentido, en un vacío existencial. Es en tal contexto que nos sale al encuentro este singular tiempo de gracia, para interpelar el sentido de nuestra existencia personal y colectiva.
La paradoja es que, queriendo o no, el hombre no puede vivir sin una referencia al Absoluto; necesita asirse de “algo” que le de, si no una certeza sobre la vida presente y futura, por lo menos “algo” que le marque el rumbo y le inspire esperanza. Es aquí donde el hombre, después de tanto buscar fuera, no le queda de otra y tiene que “doblarse sobre sí mismo”, es decir, reflexionar, buscar el referente que no encuentra en la estridencia de las bondades de la vida moderna. En este sentido “el encuentro que se produce, la referencia explícita y consciente a él, en los niveles profundos de la persona, es siempre una forma de «oración» o «contemplación» en el sentido amplio de la palabra. Orar, en este orden de ideas, es algo humano, muy humano, profundamente humano, que responde a una necesidad antropológica fundamental”.
Entonces se comprende que la oración, más que una serie de prácticas es un trato personal con Dios, desde las circunstancias particulares que cada uno vive en su día a día. Sustancialmente para el cristiano que quiere tomarse en serio este apelativo, el encuentro con Dios vivo a través de la oración es fundamental. Esto le pedirá al cristiano rescatar tiempos y lugares para estar con Él. Así expresaba santa Teresa de Ávila la experiencia orante: “tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama”.
A través de una oración auténtica, sincera y asidua el cristiano aprende a reorientar en todo momento su vida y su actividad; porque por el cedazo del diálogo pausado con el Señor debe pasar la totalidad del hombre. Muchos personajes a lo largo de la historia han encontrado en la oración la experiencia de una vida plena; a través de ella se han encontrado a sí mismos; han descubierto el horizonte de la trascendencia como eje de su existencia, y ha sido para ellos la motivación para desgastarse por los más necesitados. La vida de los santos ha sido ésta: el equilibrio constante de una vida entregada gratuitamente y una vida interior plena, desarrollada en el íntimo diálogo con Dios.
Alguna vez el siervo de Dios, Juan Pablo II se refirió así: “A través de la oración, todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es, la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el que vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino”. Ojala que en lo que resta de este tiempo de gracia, podamos irnos entrenando —o estrenando— en esta nueva actitud con constancia y fidelidad. Nuestra vida bien lo merece.
* Colaborador residenciado en México. alvinxxi@yahoo.com.mx
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