El dolor y el sufrimiento son realidades que han acompañado al hombre desde su aparición sobre la tierra. Que nos odiemos o sintamos deseos de aplastar al otro con nuestras ideas, nos enfrenta a la dura realidad que ser distintos y semejantes al tiempo no es tan fácil de vivir como de saber. El modo de enfrentar esa realidad o de asumir el dolor es lo que marca la diferencia verdadera entre los humanos: que el dolor nos animalice o nos humanice; que las diferencias de raza, credo, filiación política o clase social nos lleven a odiarnos o a sentir que cada diferencia nos enriquece, es lo que en verdad permiten a una civilización subsistir o desaparecer para siempre.
Pero que en ocasiones el dolor nos sea indiferente, es algo que tiene que llamarnos poderosamente la atención y llevarnos a pensar que clasificamos en el grupo de los que han matado toda sensibilidad humana para que nada perturbe la tranquilidad que todos queremos alcanzar.
Este es, tal vez, el punto que ha alcanzado nuestra patria. Ya nada nos perturba, nada nos mueve ni nos conmueve. Nos acostumbramos a las noticias trágicas y las masacres repetitivas, a los secuestros y raptos de niños arrancados de los brazos de sus madres, a los crímenes de hijos contra padres, a defender el derecho de una madre a quitar la vida a un hijo no nacido, pero indolentes ante una abuela que quiere defender la vida de un nieto que ya nació, a callar como cómplices por la suerte de más de 3.000 compatriotas nuestros sepultados en la selva sólo porque a ninguno de ellos conocemos. Este es el dolor que por no ser nuestro poco importa o eludimos para que no arrebate la tranquilidad del corazón.
En ocasiones se nos acusa a los creyentes de presentar un evangelio que no encarna ni toca la vida; que proclamamos una palabra que está lejos de transformar la existencia de los hombres; que pregonamos una voz imposible de oír oído humano alguno por lo distante, que suena casi como un eco a punto de extinguirse. Y cuando tenemos la oportunidad de demostrar lo contrario, entonces la desaprovechamos y la dejamos escapar de nuestras manos para seguir lamentándonos de que todo siga igual. Pudimos haber demostrado a nuestros detractores que el Dios en el que creemos está tan cerca de las realidades humanas, que es capaz de conducirnos ante el cuerpo del peregrino que ha caído para sanarle y vendarle las heridas antes que pretender dar un rodeo para eludir aquello que nos toca en lo más íntimo del corazón.
Tuvimos la oportunidad de marchar con decisión e ira -esa ira que en ocasiones hace bien y que no llegar a tenerla puede constituirse en pecado de omisión-, pero preferimos demostrar que pueden más los intereses políticamente personales que los de la patria; que nos vence la apatía y la dejadez o porque, tal vez, aquí se vive tan bien que nada de eso toca nuestro entorno, no es nuestro problema.
Barranquilla quedó con una gran deuda con todos los secuestrados. Ni siquiera merecimos una foto o una toma en los medios de comunicación, porque en vez de parecer la cuarta ciudad más grande del país parecíamos un pequeño pueblo que sólo puede convocar tres mil personas para protestar por lo que pasa en nuestra patria.
Cómo nos duele esta Colombia que secuestra niños desde antes de nacer, que los recluta en sus filas para que defiendan una causa que no entienden, que prefiere las largas caravanas para recibir los equipos vencedores en torneos internacionales a tener que protestar contra todos los que no nos permiten vivir en paz.
Quedamos en deuda, Barranquilla. Somos un pueblo alegre y trabajador, que se hace sentir por su calor humano y su carnaval. Debimos mostrar que la alegría no nos dejará llevar nunca a la indiferencia del dolor propio y del ajeno y que quien venga a nuestra ciudad encontrará calidez pero firmeza ante la injusticia, venga de donde viniere.
Desde esta humilde página va mi voz de aliento a las familias de todos los secuestrados para que sepan que no están solos y que soñamos junto con ellos verlos a todos en casa acaparados por el amor de los suyos.
* Párroco de las unidades pastorales San Carlos Borromeo y Padre Nuestro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario