sábado, diciembre 16, 2006

ORANDO EN LA URBE

SI NO TE CAMBIA LA VIDA, ¿QUÉ SENTIDO TIENE EL AMOR?
2a parte

¿Cuál es la dimensión de ese «Amor de Dios» con el que se nos ha amado? Sin duda ésta es una pregunta bien difícil. Por un lado, nuestra pobre inteligencia no puede acceder por sí sola a semejante conocimiento, y por otro, sólo una apertura voluntaria a la Gracia, a esa acción silente y profunda del Espíritu Santo, puede permitirnos saborear un poco de aquello que nos supera totalmente: lo eterno, lo celeste. Una apertura que no tiene nada de fácil, y eso por dos razones: nuestra obstinada condición humana y nuestros pecados.
El punto con todo esto es que dependemos total y absolutamente de Dios para conocerle, aunque suene un poco raro, sin Él no podemos conocerlo a Él. Precisamente por esta incapacidad humana -que todo el género humano recibió a causa del pecado original- el cielo se nos hizo de ladrillos, sólo pudimos acceder nuevamente a esta visión de Dios a través de la persona de Jesús. En Él, Dios nos ha salido al encuentro, se ha hecho uno de nosotros. En Cristo hemos podido ver por fin lo que en lo profundo anhelaron las generaciones que nos precedieron. El Emmanuel, el “Dios con Nosotros”.

LAS PISTAS DE LO CREADO
Henri Bergson, un filósofo francés del siglo diecinueve, se hizo famoso por afirmar que la intuición es una forma de conocimiento más profunda que la razón, de hecho se ganó el titúlo de “el filósofo de la intuición”; y para este tema que estoy abordando la afirmación de Bergson viene como “anillo al dedo”. Es verdad, nuestra limitada capacidad no puede acceder –mientras estemos en esta tierra- al conocimiento pleno y absoluto sobre quién es Dios y el sentido profundo de su amor hacia nosotros, no obstante, este mismo Dios ha puesto dentro de cada uno de nosotros una especie de intuición que nos mueve a descubrirlo, a experimentarlo, a “tocarlo” en las realidades creadas.

Sólo basta una mirada de fe, no una mirada espiritualista, para encontrar en las obras creadas la “mano” del artista. Esta intuición que yace en nuestras almas, es casi una sed de belleza, de contemplación y silencio ante lo que magníficamente ha salido de los dedos de Dios. Indudablemente, Dios ha querido mostrársenos a través de lo bello: la tierra, las estrellas, la luna, pero de un modo absoluto y único, se nos ha querido revelar en la belleza del rostro de su hijo amado: Cristo, El Señor.

DE AHÍ TANTA INSISTENCIA CON LO DEL ARTE
Precisamente, esta sed de belleza, es la razón, la causa del desarrollo asombroso del arte, y al mismo tiempo, también es el motivo por el que -desde las primeras civilizaciones humanas- el arte jugara un papel importantísimo en la expresión de las creencias y la transmisión de la fe.

Retomando un poco este papel del arte como “vehículo para la fe”, desde la primera entrega de este artículo, en la pasada edición de Kairós, he estado escribiendo sobre el “amor de Dios” utilizando como marco una de las más hermosa e impresionantes obras de arte, una ópera de Giácomo Puccini, conocida como Turandot. Un drama lírico impresionante que nos muestra el poder amor.

¿QUÉ HAY DETRÁS DE LAS SOMBRAS?
Si leyó con atención la primera parte de este escrito, recordará que Turandot era una hermosa princesa que odiaba a los hombres, pero que al final, el amor paciente de uno en particular le sacará del valle de sombras en el que el odio y el recor la ha bían sumido por años.

De niña Turandot, fue testigo de la forma salvaje en que unos invasores entraron al palacio imperial y violaron a suabuela y a las demás mujeres de su familia. Desde ese momento ella desarrolló un odio profundo hacia los hombres y por esa razón nunca pensó en casarse.

Quizá este es una de los elementos de la obra de Puccini que más me impresionan; el drama de esta princesa no es muy diferente al de cada ser humano. Nuestras heridas, y general toda nuestra historia pueden terminar por “acorazarnos” ante el amor y la esperanza. Pero Dios, en su infinito amor terminá por derribar nuestras muralas, y al final se nos revela como amor, como el Dios que se llama Amor.

Quiero que lean un fragmento de la Ópera de Puccini, es un Aria (una canción que hace parte de la obra) conocida como “Nessun Dorma” (Nadie Duerma). Estoy seguro que al leerla usted tambiénm podrá intuir –allí en lo secreto de su corazón- que con semejantes palabras, Dios nos ha enamorado, sólo basta con que mire su pasado, su historia personal con los ojos de la fe.

“¡Que nadie duerma!
¡Que nadie duerma!
¡Tú también, princesa,
en tu fría estancia
miras las estrellas que tiemblan
de amor y de esperanza!
¡Mas mi misterio
se encierra en mí,
mi nombre nadie sabrá!
¡No, no, sobre tu boca lo diré,
cuando resplandezca la luz!
¡Mi beso deshará
el silencio que te hace mía!

¡Noche, disípate!
¡Pónganse las estrellas!
¡Pónganse las estrellas!
¡Al alba venceré!
¡Venceré, venceré!

Si la letra le pareció hermosa, entre a www.miroforas.podomatic.com y escuche su música.

No hay comentarios.: