Por Joel Hoyos Cuesta*
Son tantas las evidencias que un cristiano encuentra a diario del amor de Dios, que éste interrogante rayaría en la necedad; no obstante, existen muchas personas a las cuales no les parece tan clara, ni la existencia de Dios, ni la fuerza redentora que brota del corazón mismo de la Trinidad.
Inmersos en una sociedad erotizada, que incita cada vez con más fuerza al desorden sensual; tecnoligizada y tecnificada, que poco a poco deshumaniza las relaciones interpersonales, atomizando a las familias, generando en muchos casos una dependencia o alienación, y convulsionada a causa de la proliferación de ideologías de todo tipo, el cristiano genuino debe testimoniar, con veracidad, que el amor (entendido en la pureza del término) es la superación de un esteticismo forzado, que no corresponde a la visión egoísta vendida de manera agresiva en los diversos medios de comunicación, sino que, es la capacidad propia del ser humano para emplear sus fuerzas y realizar sus potencialidades congénitas de ser libre, de entrar en relación con los otros y consigo mismo, que implica responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento. Como también el deseo de que la otra persona crezca y se desarrolle en su integralidad.
Por lo tanto, amar no es crear dependencia de manera tal que se nulifique la individualidad de la persona, ni mucho menos contemplar de manera pasiva la belleza de las cosas; o buscar reducir la existencia a la simple satisfacción de los impulsos propios de la naturaleza humana. Amar, en la nobleza del término podría definirse como la plenificación total de la vida, realizada en la medida en que nos abrimos a la experiencia de entrega y donación de nuestro ser por una causa sublime, como la de procurar el bienestar no sólo propio, sino de toda la familia humana.
Amor sin libertad no es concebible; como tampoco, es concebible sin felicidad. Si amamos lo hacemos desde la libertad, pues solamente cuando la vida experimenta la libertad del amor se orienta a la felicidad. Pero, ¿cómo lograr este objetivo? Si bien existe en el desarrollo natural de la persona un punto de elección y decisión por una vocación o profesión específica; también existe una vocación que es común a todos, es la vocación ‘a la vida feliz’, todo ser humano es pensado por Dios en la libertad de su amor, por lo cual todo ser humano es llamado a la felicidad desde el amor y para el amor. ‘Ningún ser humano está destinado a la infelicidad’.
Con la Encarnación de Jesús, el Dios que hasta el momento era lejano se hace cercano. El Amor se encarna en la naturaleza humana, la plenifica asumiéndola toda ella en la redención de la cruz.
Es así como los hombres y mujeres fuimos capacitados para amar como amó Jesús; todos los seres humanos descubrimos desde la perfección de nuestro ser, la misericordia de un misterio que sobrepasa nuestra inteligencia pero que nos acoge desde nuestras miserias, por lo cual podremos afirmar como el Apóstol: “desventurado aquel que no ama al Señor” (1cor 16,22), porque sólo amando al que nos amó, primero se devela ante nuestros ojos la plenitud de la vida, la felicidad desde el amor.
Dios dispone todos los medios para que el hombre se salve. No obstante, la sociedad actual, en gran parte, está patológicamente afectada de ‘esklerocardía’ (endurecimiento del corazón), debido a esto, los gritos más fuertes y profundos del amor incansable de Dios suelen ser sólo silencio y ausencia en la realidad del hombre y la mujer, que buscan su realización, pero desdibujan a Dios de su Horizonte. Permiten así la esterilidad de sus vidas y se entregan al sin sentido, a lo absurdo. Ante todo esto, la creación, la historia personal, la potencia de la Palabra que resuena en lo más profundo de nuestro ser y la acción dinamizadora y recreadora del Espíritu de Dios que sigue pasando insistentemente, con potencia paciente por la singularidad de cada persona, son la evidencia a la luz de la fe, del la profundidad y benevolencia de Dios para con la humanidad.
*Seminarista II de Teología. Seminario Mayor Juan XXIII - Diócesis de Magangué.
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