Por Mario Fontalvo*
Algunos dirán, con suprema autoridad injuriosa, que la vida es injusta, cada vez que ven salir por la pantalla de televisión a los pequeños del ICBF, reclamando su hogar esquivo. Piensan que resulta desigual que, mientras unos buscan con insistencia el calor de una casa llena de parientes amorosos, otros, en cambio, se esfuerzan por estar lo más alejado de su familia. La culpa no es de la vida, ni mucho menos de su Creador, para anticiparnos a aquellos que se la pasan achacándole a Dios todos los males que produce el errar cotidiano de los seres humanos.
Es claro que, en una sociedad cada vez más mediada por el consumismo y amenazada por un libertinaje degradante, la familia quede, en todo el sentido de la palabra, sin un hogar donde habitar. Qué ironía: la familia sin hogar. ¿Y en dónde encontrarla entonces? Tan desperdigada está, que es muy seguro hallarla en muchas partes. Algunos de sus pedazos pequeños viven en discotecas y bares, envejeciéndose en desenfrenados fines de semana cuyas noches alborotadas se diluyen etílicamente, en el inútil intento de olvidar su condición agrietada con una botella en la mano.
Otros son fáciles de hallar por la Internet, en una desconexión absoluta consigo mismo y con sus más cercanos, pese a estar conectados con el resto del mundo. Y cuando no están navegando en su débil mundo de apariencias y emociones digitales, cada uno yace en su isla de entretenimiento (o mejor aislamiento, una combinación de ambas palabras), bien sea entre llamadas eternas con otros náufragos solitarios, o desarrollando el pulgar durante horas buscando algún programa interesante en el mar de canales ociosos.
Hasta que se topa con otros pedazos de familia, algunos de su misma edad, que cada noche acuden a la cita televisada con parientes olvidadizos e indiferentes que no los reclaman, o con extraños que se compadecen y anhelan que algún hogar sustituto les cambie su condición de huérfanos, antes que la edad infante les de la espalda y haya que buscarlos en la crudeza de la calle, con el temor de no reconocerlos más.
Mientras tanto, los trozos más grandes de aquella familia sin hogar andan muy ensimismados en los agitados días de su mundo profesional, donde el trabajo lo es todo. Es así como a estas piezas, cuyo apego al trabajo ensancha cada vez más las distancias entre ellas, es factible verlas en su oficina a cualquier hora, día o celebración especial. No les alcanza el tiempo para salidas a parques, cines, almuerzos campestres o conversaciones en casa, como tampoco para dedicarle, por lo menos, unos cuántos minutos a Dios.
Y es que un hogar apartado de Dios, que no lo reconoce como centro y sentido único de su vida familiar, difícilmente podrá hacer de ese refugio del amor bendecido, una autentica escuela de fe donde se forma de manera integral el ser humano.
Lamentablemente, así andan desperdigadas muchas familias, confundidas, como lo expresó S.S. Benedicto XVI en el VI Encuentro Mundial de las Familias celebrado en Ciudad de México, “en un engañoso concepto de libertad, en el que el capricho y los impulsos subjetivos del individuo se exaltan hasta el punto de dejar encerrado a cada uno en la prisión del propio yo”, conformando hogares frágiles que ante la primera dificultad optan por la solución más fácil: el divorcio.
En Colombia, en el año 2009 se oficializaron 10.618 divorcios, frente a los 9.436 que se presentaron en el año 2008, lo que representó un aumento del 12.52% comparado con el año anterior, según la Superintendencia de Notariado y Registro de Colombia. Un crecimiento motivado, en gran medida, por lo que se ha denominado “divorcio express”, una ley que rige desde el 2005 en Colombia, que permite que las parejas puedan divorciarse en apenas unos minutos si hay mutuo consentimiento.
Ante esta realidad de matrimonio con duración de mariposa, se requiere con mayor insistencia, como lo recomendó el Santo Padre Benedicto XVI en el aquel encuentro de Ciudad de México, “el testimonio y el compromiso público de todos los bautizados para reafirmar la dignidad y el valor único e insustituible de la familia fundada en el matrimonio de un hombre con una mujer y abierto a la vida, así como el de la vida humana en todas sus etapas”
Esta invitación debe impulsar diariamente a nuestras familias a ser “pequeñas iglesias domésticas”, como las denominó el Concilio Vaticano II, colaborando con la misión evangelizadora de la Iglesia y siguiendo el modelo de la familia de Nazareth, que recorrió nuestro mismo camino, entre dolores y alegrías, entre oración y trabajo, siendo guardianes de la fe y portadores del amor de Dios entre nosotros.
Al igual que hace miles de años, esta familia también anda buscando posada. Es tiempo de dejarla entrar, de una vez y para siempre, a nuestro hogar.
*Comunicador Social y Periodista. mario.fontalvo@hotmail.com
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