martes, abril 20, 2010

La Pascua y la angustia del hombre
Es la Pascua (paso) de Cristo, del Señor, el paso de la muerte a la vida, a su existencia definitiva y gloriosa.

No se trata, por supuesto, que Jesucristo aún hoy, de alguna forma, esté muriendo en la Cruz; sino de que los hechos ocurridos en el pasado alcanzan con su eficiencia todo momento sucesivo de la historia.


La Pascua no conmemora un mito, sino que es un hecho siempre actual.

La Resurrección indica que ésta debe entenderse como un hecho que -a pesar de misterioso- presenta sustanciales puntos de contacto con muchos acontecimientos comunes y cotidianos.


La experiencia pascual constituye una respuesta definitivamente satisfactoria al deseo de eternidad y de inmortalidad presente en toda persona humana, deseo que de alguna manera sintetiza todos sus demás anhelos. El hombre experimenta la voracidad del tiempo que destruye todo: salud, belleza, dinero, fama, inteligencia, fuerza; que devora la misma felicidad, cuando ha sido alcanzada tras no poca fatiga, reduciendo a breves momentos el tiempo para gozarla. A pesar de esa experiencia, el hombre insiste en querer vivir siempre y prolongar indefinidamente los instantes de alegría y de amor, en hacer eterna la propia fama y la propia victoria; aún más, querría superar los propios límites, extender la propia conciencia hasta la plena percepción de las grandes realidades que apenas entrevé. Este deseo o necesidad se convierte a veces en ansia, nostalgia, melancolía, apatía, nausea.

La experiencia de la Resurrección de Jesús ofreció a los Apóstoles saber anticipadamente lo que será la resurrección por Él prometida a cuantos crean en Él (Jn 5,21. 28-29; 6, 48-51. 54-58; 11, 25-26; Col 1,18). Era ciertamente una respuesta más que satisfactoria a la exigencia existencial última y definitiva del hombre: superar la caducidad y la contingencia, vencer la muerte, vivir siempre feliz. La experiencia de la Resurrección fue la experiencia de la vida eterna, ya presente en Jesús Resucitado.


Celebrar la Pascua es reafirmar nuestra fe en la Resurrección de Cristo, así como en la resurrección de todos nuestros proyectos de justicia. Ahora bien, la Resurrección de Cristo no significa sólo que del otro lado de esta vida encontraremos la inefable comunión de Amor. Dice relación también a la vida en esta tierra. “Vine para que todos tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10). No habrá vida en abundancia sino por la vía de las mediaciones políticas, como la distribución de recursos, la inversión en educación y en salud. Mi generosidad puede ofrecer, hoy, un plato de comida al hambriento, pero mañana volverá a tener hambre. Sólo la política es capaz de acabar con lo que ella misma origina: el hambre y la miseria. En ese sentido, elegir candidatos empeñados en que “todos tengan vida” es un gesto pascual, resurreccional.


Si ser cristiano consiste en seguir los pasos de Jesús, entonces la identidad cristiana implica seguir los pasos de la Pascua con responsabilidades en la historia, frente al mundo de hoy. Esto impide que el llamado “amor de Dios” se convierta en idealismos abstractos e ingenuos, en puros sentimientos históricamente ineficaces. Late siempre la apremiante invitación que, según la versión lucana del relato de la “tumba abierta”, se hace a las mujeres y, en su persona, a todo creyente: “No busquéis al Viviente entre los muertos” (Lc 24,5).

Ésa es la palabra: el Viviente. En realidad no se trata aquí de un hombre que vuelve a la vida de este mundo, sino de aquel que, “una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rom 6,9). Y sin embargo, ese Viviente no está ausente del mundo en que vivimos.


*Ingeniero en Telecomunicaciones. Lic. Ciencias Religiosas en teología Bíblica. Diplomado en Teología Bíblica. jojellabell11@hotmail.com

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