Por Pedro F. Mercado Cepeda, Pbro*
La Semana Santa de Sabanalarga, hoy considerada una de las más bellas y devotas del país, encuentra sus raíces en la profunda consciencia espiritual que, a lo largo de la historia, ha forjado el carácter religioso y moral de su población. No se trata de un conjunto de manifestaciones exclusivamente simbólicas o culturales, sino de una fe religiosa, no meramente sociológica, que utiliza las herramientas de una determinada fenomenología cultural (cantos, vestimentas, ritos populares, procesiones, etc.) y de una tradición litúrgica para celebrar y testimoniar públicamente, didácticamente incluso, algunos elementos esenciales de su creencia. En el caso de la Semana Mayor, la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
La Semana Santa es una celebración de fe y de la fe. Y es en ese marco esencialmente religioso, orientado a rendir culto a Dios y a santificar a sus criaturas, donde las diversas manifestaciones que integran el paulatino desarrollo de la Semana Mayor sabanalarguera encuentran su pleno significado y alcanzan su máxima expresión de intensidad y belleza. La hermenéutica más profunda de sus manifestaciones populares y litúrgicas, particularmente de estas últimas, depende, en consecuencia, de la intensidad de la fe, vivida a nivel personal, eclesial y comunitario.
Si bien es cierto que, las diversas manifestaciones de la religión atraen cada día más el interés o la curiosidad de las ciencias y del gran público, es igualmente necesario reconocer que, en no pocas ocasiones, el elemento primordial de las mismas ha sido paulatinamente relegado a un plano secundario. En efecto, el proceso de secularización social ha tenido como consecuencia la aceleración de la tendencia a transformar las manifestaciones de la fe, sobre todo las que dependen de la religiosidad popular, en realidades meramente culturales, históricas o sociológicas e incluso en realidades puramente o primariamente estéticas.
La Semana Santa en la mayoría de los países occidentales tradicionalmente ligados al catolicismo ha sido, sin duda, una de la más afectada por este grave “fenómeno reductivo”. Dos elementos me preocupan de modo especial porque se perciben ya en nuestro medio: se asiste con desconcierto a una excesiva “teatralización” de los ritos populares de la Semana Mayor (se da más importancia a la forma que a los contenidos) y a una creciente pérdida del debido protagonismo de sus celebraciones litúrgicas, particularmente de la Pascua que es, en realidad, el núcleo fundamental del mensaje cristiano: la Luz de la Vida que lucha contra las tinieblas del pecado y de la muerte, que vence al mal.
Las consecuencias de dicho fenómeno reductivo comportan no pocos riegos y desafíos particularmente de cara al futuro:
a) En primer lugar, impide la evolución, la necesaria y legitima adecuación de los ritos litúrgicos y populares a las necesidades actuales en pro de una evocación del pasado o de una comprensión errónea de lo que significa la tradición en la vida eclesial.
Deus caro factus est!!! La fe cristiana es una fe encarnada: nace, crece y se desarrolla en un contexto histórico permanentemente cambiante. Debe, por tanto, poder expresarse a través de una fenomenología cultural y litúrgica capaz de interpelar existencialmente al hombre y a la mujer de su tiempo. Como aseguraba hace pocos días el Arzobispo de Barranquilla, fidelidad a la tradición e innovación y progreso deben sabiamente coexistir. No es cuestión de cambiar por el placer de cambiar, sino de cambiar para perseguir un claro objetivo: permitir que las diversas manifestaciones de la religiosidad popular entren de lleno en el ámbito de la misión evangelizadora de la Iglesia, sanando eventuales equivocaciones y purificando sus posibles desviaciones. Ese es, por otra parte, el objetivo que el Concilio Vaticano II estableció al referirse a la religiosidad popular. Y debe ser, sin duda, una prioridad de fieles y pastores.
b) En segundo lugar, tal fenómeno reductivo impide a los fieles, e incluso a los curiosos, concentrados en la admiración de la belleza exclusivamente formal de los ritos litúrgicos o populares, de entrar en contacto con la Verdad que los inspira, con el Gran Misterio que éstos están llamados a celebrar y testimoniar. Se dificulta así el anuncio de la fe y el seguimiento existencial que dicho anuncio conlleva.
No trascender el nivel estético significa vaciar las manifestaciones de la Semana Mayor de su referencia trascendente, con el riesgo de transformarla en una realidad secularizada y casi folclórica. Nos encontramos frente al problema de la separación entre belleza y verdad que Maritain consideró uno de los grandes “errores” del pensamiento moderno occidental, un error que ha echado raíces en la cultura. El problema es que una belleza emancipada de la verdad que la funda no es más que una “apariencia” de belleza, interpela los sentidos pero no el corazón. Es en definitiva una belleza corruptible y vacía, incapaz de saciar el deseo más profundos del alma. La fe auténtica, por el contrario, se funda en la Verdad: una Verdad que, por su intrínseca belleza, está llamada a transformar la existencia de quien la contempla y la recibe como don.
En conclusión, es imposible prescindir de la dimensión religiosa de la Semana Mayor, centrarse en lo puramente estético, histórico o sociológico sin falsear y traicionar el verdadero “ethos cultural” que la origina. En ese sentido, no está de más recordar las palabras de la célebre Oriana Fallaci “una cultura sin raíces está avocada al suicidio y a la extinción”. La defensa del patrimonio cultural de la Semana Santa sabanalarguera, loable empresa a la que deberían consagrarse notables esfuerzos, es por ende defensa y promoción de su tesoro religioso y espiritual.
Cristo ha resucitado y en su sangre hemos sido salvados. ¡Feliz Pascua!
*Sacerdote de la Arquidiócesis de Barranquilla. Secretario de la Nunciatura Apostólica en Malta
La Semana Santa de Sabanalarga, hoy considerada una de las más bellas y devotas del país, encuentra sus raíces en la profunda consciencia espiritual que, a lo largo de la historia, ha forjado el carácter religioso y moral de su población. No se trata de un conjunto de manifestaciones exclusivamente simbólicas o culturales, sino de una fe religiosa, no meramente sociológica, que utiliza las herramientas de una determinada fenomenología cultural (cantos, vestimentas, ritos populares, procesiones, etc.) y de una tradición litúrgica para celebrar y testimoniar públicamente, didácticamente incluso, algunos elementos esenciales de su creencia. En el caso de la Semana Mayor, la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
La Semana Santa es una celebración de fe y de la fe. Y es en ese marco esencialmente religioso, orientado a rendir culto a Dios y a santificar a sus criaturas, donde las diversas manifestaciones que integran el paulatino desarrollo de la Semana Mayor sabanalarguera encuentran su pleno significado y alcanzan su máxima expresión de intensidad y belleza. La hermenéutica más profunda de sus manifestaciones populares y litúrgicas, particularmente de estas últimas, depende, en consecuencia, de la intensidad de la fe, vivida a nivel personal, eclesial y comunitario.
Si bien es cierto que, las diversas manifestaciones de la religión atraen cada día más el interés o la curiosidad de las ciencias y del gran público, es igualmente necesario reconocer que, en no pocas ocasiones, el elemento primordial de las mismas ha sido paulatinamente relegado a un plano secundario. En efecto, el proceso de secularización social ha tenido como consecuencia la aceleración de la tendencia a transformar las manifestaciones de la fe, sobre todo las que dependen de la religiosidad popular, en realidades meramente culturales, históricas o sociológicas e incluso en realidades puramente o primariamente estéticas.
La Semana Santa en la mayoría de los países occidentales tradicionalmente ligados al catolicismo ha sido, sin duda, una de la más afectada por este grave “fenómeno reductivo”. Dos elementos me preocupan de modo especial porque se perciben ya en nuestro medio: se asiste con desconcierto a una excesiva “teatralización” de los ritos populares de la Semana Mayor (se da más importancia a la forma que a los contenidos) y a una creciente pérdida del debido protagonismo de sus celebraciones litúrgicas, particularmente de la Pascua que es, en realidad, el núcleo fundamental del mensaje cristiano: la Luz de la Vida que lucha contra las tinieblas del pecado y de la muerte, que vence al mal.
Las consecuencias de dicho fenómeno reductivo comportan no pocos riegos y desafíos particularmente de cara al futuro:
a) En primer lugar, impide la evolución, la necesaria y legitima adecuación de los ritos litúrgicos y populares a las necesidades actuales en pro de una evocación del pasado o de una comprensión errónea de lo que significa la tradición en la vida eclesial.
Deus caro factus est!!! La fe cristiana es una fe encarnada: nace, crece y se desarrolla en un contexto histórico permanentemente cambiante. Debe, por tanto, poder expresarse a través de una fenomenología cultural y litúrgica capaz de interpelar existencialmente al hombre y a la mujer de su tiempo. Como aseguraba hace pocos días el Arzobispo de Barranquilla, fidelidad a la tradición e innovación y progreso deben sabiamente coexistir. No es cuestión de cambiar por el placer de cambiar, sino de cambiar para perseguir un claro objetivo: permitir que las diversas manifestaciones de la religiosidad popular entren de lleno en el ámbito de la misión evangelizadora de la Iglesia, sanando eventuales equivocaciones y purificando sus posibles desviaciones. Ese es, por otra parte, el objetivo que el Concilio Vaticano II estableció al referirse a la religiosidad popular. Y debe ser, sin duda, una prioridad de fieles y pastores.
b) En segundo lugar, tal fenómeno reductivo impide a los fieles, e incluso a los curiosos, concentrados en la admiración de la belleza exclusivamente formal de los ritos litúrgicos o populares, de entrar en contacto con la Verdad que los inspira, con el Gran Misterio que éstos están llamados a celebrar y testimoniar. Se dificulta así el anuncio de la fe y el seguimiento existencial que dicho anuncio conlleva.
No trascender el nivel estético significa vaciar las manifestaciones de la Semana Mayor de su referencia trascendente, con el riesgo de transformarla en una realidad secularizada y casi folclórica. Nos encontramos frente al problema de la separación entre belleza y verdad que Maritain consideró uno de los grandes “errores” del pensamiento moderno occidental, un error que ha echado raíces en la cultura. El problema es que una belleza emancipada de la verdad que la funda no es más que una “apariencia” de belleza, interpela los sentidos pero no el corazón. Es en definitiva una belleza corruptible y vacía, incapaz de saciar el deseo más profundos del alma. La fe auténtica, por el contrario, se funda en la Verdad: una Verdad que, por su intrínseca belleza, está llamada a transformar la existencia de quien la contempla y la recibe como don.
En conclusión, es imposible prescindir de la dimensión religiosa de la Semana Mayor, centrarse en lo puramente estético, histórico o sociológico sin falsear y traicionar el verdadero “ethos cultural” que la origina. En ese sentido, no está de más recordar las palabras de la célebre Oriana Fallaci “una cultura sin raíces está avocada al suicidio y a la extinción”. La defensa del patrimonio cultural de la Semana Santa sabanalarguera, loable empresa a la que deberían consagrarse notables esfuerzos, es por ende defensa y promoción de su tesoro religioso y espiritual.
Cristo ha resucitado y en su sangre hemos sido salvados. ¡Feliz Pascua!
*Sacerdote de la Arquidiócesis de Barranquilla. Secretario de la Nunciatura Apostólica en Malta
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