Por Richard Sánchez Anillo, Pbro*
“En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere, reconocemos la imagen de la Gloria de Dios, Gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo”. Juan Pablo II
El aborto, una palabra que cohibe el origen, el surgimiento, el comienzo de una verdad, que al ser fecundada, ya es vida. Técnicamente podemos definirlo como la acción y efecto de abortar, es decir, el fracaso por interrupción de un proceso y que aplica a detener prematuramente el embarazo, produciendo la muerte del feto.
La bioética como ciencia de la supervivencia, cuyo principio fundamental es el derecho a la vida, tiene una gran responsabilidad en mediar, defender y sostener el respeto por el más preciado tesoro, nuestra existencia.
La legitimidad de nuestra vida se comprende fácilmente, puesto que se sustenta en los demás derechos, es el soporte y la condición necesaria que permite a cada individuo ejercitar y desarrollar sus facultades personales, su desenvolvimiento existencial, aspiraciones y metas, en suma, su destino individual y social.
A una persona que se le priva el derecho a la vida, es también desposeída de todos los demás derechos humanos. Este derecho existe únicamente desde y mientras la vida misma surge, desde la constitución de un patrimonio genético perfectamente original, lo que llamamos fecundación y al cual su resultado lo catalogamos zigote.
Si como ser debo a mis semejantes, a todos y a cada uno, un respeto particular, en modo alguno, es necesario decir que el zigote humano sea considerado una persona en potencia, por lo tanto también se le debe respeto. Esta solidaridad ontológica del los humanos, nos invita a la humildad de acoger al otro sin querer controlarlo, sino viviendo la libertad de fomentar la autonomía. A su vez, sabemos de antemano, que dicha autonomía implica el respeto de la ley moral y la vocación de la conciencia moral debidamente formada y que es una responsabilidad pesada que pocos quieren cargar.
Para nuestra doctrina católica la vida es sagrada, lo cual se sustenta, en que nuestro existir es indudablemente obra de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y que como nuestro Padre Celestial le debemos respeto, además que fuimos salvos con la llegada y muerte de Jesucristo, lo cual nos dignifica y nos hace seres privilegiados, ya que nuestra vida surge de lo Divino, es sagrada y no tiene un valor absoluto. (cf Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, 466).
Es así, como el reconocimiento ético de lo sagrado de la vida y el empeño por su respeto tienen necesidad de la fe en la creación como su horizonte, así como un niño puede abrirse con confianza al amor si se siente amado, permitiéndole desarrollarse y crecer si se siente protegido por la mirada de amor de sus padres, del mismo modo, también nosotros conseguimos mirar a los otros respetando su dignidad de personas si hacemos experiencia de la mirada de amor de Dios sobre nosotros y que nos revela cuán preciosa es nuestra persona.
La sacralidad de la vida, la fe en la creación y la dignidad de la persona, sitúan la base de una ética del reconocimiento del otro. La mirada sobre el otro, particularmente sobre el débil, será una mirada atenta y respetuosa, si nosotros nos sentimos mirados por Dios. La ética humanista no basta, porque, sin Dios, termina por convertirse en una moral sin horizonte. Y cuando el horizonte se pierde, la mirada queda detenida en lo inmediato y comienza un declinar deslizante desde la consideración de lo valioso en sí mismo a la apreciación de lo meramente útil. Y de lo inútil, no valioso en sí mismo, uno puede deshacerse si le conviene hacerlo.
* Licenciado en Teología y Filosofía. Especialista en Bioética. Párroco unidad pastoral San Luis Beltrán (Mnatí). rsanchezanillo @yahoo.es
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