La realidad actual de la Iglesia no es, quizás, la ideal para desarrollar procesos evangelizadores, pero en la medida que seamos fieles testigos del Evangelio llevaremos buen terreno abonado.
Por Jaime Alberto Marenco Martínez * El de hoy es un mundo secularizado, es decir, un mundo en oposición a lo espiritual y divino; un mundo que no ofrece modelos claros de vida con valores que propendan por el enriquecimiento del espíritu del hombre. Es como si lo sagrado, lo religioso y lo espiritual carecieran de sentido; como si la fe se redujera cada vez más a una costumbre, un hábito o una experiencia puramente emotiva. Es un mundo que no desconoce la existencia de Dios, pero que prescinde de Él porque cree que como mundo altamente avanzado en ciencia y tecnología puede bastarse a sí mismo. Estamos ante un mundo del que emerge un hombre que pareciera no saber con certeza qué es lo que quiere, lo que anhela en la vida, lo que busca para realizarse como ser humano.
“En el fondo queremos sólo una cosa, la ‘vida bienaventurada’, la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad”, anota Benedicto XVI en la carta encíclica ‘Salvados por la Esperanza’. Pero una felicidad que hoy se desvanece ante la negación del ser humano de vivir el dolor, de enfrentarse al sufrimiento y de aceptar la muerte; amplía esta lista la incapacidad del hombre de desarrollarse integral y libremente para lograr una relación armoniosa consigo mismo, con el mundo y con Dios.
Pero ante tal panorama sigue habiendo esperanza. Una esperanza fiable y concreta que es Cristo, gracias a la cual el hombre puede afrontar el presente y preparar un mejor camino en el que la Iglesia seguirá marcando la historia con el sello de la fe y el compromiso de la evangelización. Así, tanto la situación de la sociedad, dramática y esperanzadora al mismo tiempo, como la situación eclesial, con sus luces y sombras, reclaman hoy una especial atención sobre la situación del laicado y exigen un compromiso serio para orientar y promover la corresponsabilidad de los laicos en la comunión y en la misión de la Iglesia.
En este sentido, surge una de las tareas más urgentes de la Iglesia en el mundo secularizado de hoy: la promoción laical. Precisamente sobre este punto anota Juan Pablo II en su encíclica ‘Christifidelis laici’ (Los Fieles Laicos. No.58): “La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad cada vez mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión.” Bien lo anota la constitución Lumen Gentium en su numeral 31 cuando afirma que a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales en sus ambientes (familiar, profesional, social…): “Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, su esperanza y caridad.”
Es el testimonio de vida de los laicos el que enriquece la misión por ellos adelantada en la Iglesia; el testimonio deL laico es como un evangelio abierto para los que no se acercan a la Sagrada Escritura o no sienten motivación de encontrarse con Jesucristo a través de la Iglesia.
Como expresó en repetidas ocasiones Juan Pablo II, estamos en “el momento de los laicos”, que si bien deben ser promovidos para que participen celosamente en la obra salvadora de la Iglesia, también están llamados a responder con la fuerza de su testimonio en “la hermosa empresa de que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra.” (LG 33)
* Comunicador Social y Periodista. Seminarista de I de Teología en el Seminario Regional Juan XXIII – Comunicador Social. marencomar@hotmail.com
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