Por Pedro Mercado Cepeda , Pbro*
Los abusos cometidos por algunos miembros del clero contra menores de edad han causado inconmensurables daños, no sólo a las víctimas y a sus familias, sino también a la Iglesia, especialmente a sus sacerdotes, cubiertos hoy de generalizado y por ello injusto oprobio.
Para reparar la infamia cometida por una minoría de clérigos que han traicionado a Jesucristo y a su Iglesia, utilizando el ministerio sacerdotal para encubrir malsanas patologías, la gravedad de los actos cometidos, pecaminosos y delictivos, debe ser plenamente reconocida por las autoridades eclesiales. Estas están llamadas a examinar y asumir sus propias responsabilidades y a colaborar con las autoridades del Estado en el esclarecimiento de los hechos. Pero una cosa es querer que se reconozcan las propias responsabilidades personales y otra, muy diferente, es pretender adjudicar a la Iglesia y a sus Jerarcas responsabilidades que no son propias.
Es evidente que una corriente de opinión, poderosa y dominante, pretende culpabilizar a la Iglesia, como institución, de las fallas personales de algunos de sus clérigos, generalizando situaciones y hechos que son cuantitativamente y cualitativamente minoritarios. Una cosa es reconocer que hubo fallas y tomar las medidas necesarias para evitarlas en futuro, subsanando –en lo posible- los perjuicios causados y otra, muy diferente, es permitir que el Santo Padre Benedicto XVI, nuestra disciplina, nuestros valores religiosos y morales, milenarios y venerables, sean objeto de escarnio público, de desinformación y descrédito.
La actual tergiversación mediática de la vida sacerdotal, concretamente del celibato, ha provocado serias inquietudes en no pocos fieles y en la opinión pública. No nos equivoquemos: el celibato no es, en sí mismo, la causa del problema. Además de motivos patológicos, intrínsecos y posiblemente también extrínsecos, que han condicionado la salud psíquica de una minoría de clérigos, posiblemente una de las raíces de esta crisis ha sido la insuficiente importancia que se ha dado a los temas vinculados con la sexualidad y la castidad en el discernimiento y en la formación de las vocaciones al sacerdocio y en la formación permanente de los presbíteros. En un contexto social en el que la sexualidad viene instrumentalizada y mediáticamente distorsionada, vivir el don del celibato puede adquirir connotaciones existenciales problemáticas. ¿Motivo suficiente para abolirlo? No, razón de más para profundizar en su vivencia y para acompañar mejor a quienes han recibido de Dios un don que es también ardua tarea. Particular importancia reviste, en consecuencia, la formación integral de la “dimensión humana” de los candidatos al sacerdocio y de los ministros ordenados. Una formación que debe incluir una adecuada y franca información sobre la castidad y la sexualidad, su interrelación, sus aspectos psicológicos y emocionales, junto a un acompañamiento integral, personalizado y permanente de los mismos.
Junto a esta tarea de formación es necesario proveer medidas concretas, de observancia obligatoria, capaces de garantizar la seguridad de los menores de edad y también de los sacerdotes en las diversas actividades que la Iglesia desarrolla en beneficio de la formación humana, espiritual y religiosa de sus fieles.
Una bien entendida “tolerancia cero” debe ciertamente caracterizarse por actos concretos de transparencia, de justicia y de reparación pero, sobre todo, de prevención. Todas las estructuras pastorales (diócesis, parroquias, instituciones educativas, etc.), bajo la supervisión de las autoridades jerárquicas competentes, deben asumir modelos normativos y protocolos de comportamiento idóneos a tal fin. Modelos y protocolos cuya eficacia y operatividad deben ser verificadas regularmente.
Es necesario asumir, por otra parte, con honda reflexión y espíritu humilde, un proceso de conversión personal y comunitaria. Las actuales contrariedades, más allá del malsano y cuestionable delirio mediático, hacen parte de la misteriosa Providencia divina, de su universal designio de salvación: un designio del cual el Clero no es sólo portador e instrumento, sino también humilde receptor. Las debilidades de unos pocos nos recuerdan a la mayoría nuestra propia fragilidad, nuestra permanente necesidad de buscar, en Cristo, en los sacramentos de la Iglesia, nuestra propia salvación y nuestra continua purificación. Bienvenida sea esta tormenta de la cual la Iglesia, sus sacerdotes y fieles, saldrán fortalecidos en la fe y más unidos que nunca (Marcos 4, 35-41). Dios escribe derecho en renglones torcidos… obtiene del mal abundancia de bien.
*Sacerdote de la Arquidiócesis de Barranquilla. Secretario de la Nunciatura Apostólica en Malta
Los abusos cometidos por algunos miembros del clero contra menores de edad han causado inconmensurables daños, no sólo a las víctimas y a sus familias, sino también a la Iglesia, especialmente a sus sacerdotes, cubiertos hoy de generalizado y por ello injusto oprobio.
Para reparar la infamia cometida por una minoría de clérigos que han traicionado a Jesucristo y a su Iglesia, utilizando el ministerio sacerdotal para encubrir malsanas patologías, la gravedad de los actos cometidos, pecaminosos y delictivos, debe ser plenamente reconocida por las autoridades eclesiales. Estas están llamadas a examinar y asumir sus propias responsabilidades y a colaborar con las autoridades del Estado en el esclarecimiento de los hechos. Pero una cosa es querer que se reconozcan las propias responsabilidades personales y otra, muy diferente, es pretender adjudicar a la Iglesia y a sus Jerarcas responsabilidades que no son propias.
Es evidente que una corriente de opinión, poderosa y dominante, pretende culpabilizar a la Iglesia, como institución, de las fallas personales de algunos de sus clérigos, generalizando situaciones y hechos que son cuantitativamente y cualitativamente minoritarios. Una cosa es reconocer que hubo fallas y tomar las medidas necesarias para evitarlas en futuro, subsanando –en lo posible- los perjuicios causados y otra, muy diferente, es permitir que el Santo Padre Benedicto XVI, nuestra disciplina, nuestros valores religiosos y morales, milenarios y venerables, sean objeto de escarnio público, de desinformación y descrédito.
La actual tergiversación mediática de la vida sacerdotal, concretamente del celibato, ha provocado serias inquietudes en no pocos fieles y en la opinión pública. No nos equivoquemos: el celibato no es, en sí mismo, la causa del problema. Además de motivos patológicos, intrínsecos y posiblemente también extrínsecos, que han condicionado la salud psíquica de una minoría de clérigos, posiblemente una de las raíces de esta crisis ha sido la insuficiente importancia que se ha dado a los temas vinculados con la sexualidad y la castidad en el discernimiento y en la formación de las vocaciones al sacerdocio y en la formación permanente de los presbíteros. En un contexto social en el que la sexualidad viene instrumentalizada y mediáticamente distorsionada, vivir el don del celibato puede adquirir connotaciones existenciales problemáticas. ¿Motivo suficiente para abolirlo? No, razón de más para profundizar en su vivencia y para acompañar mejor a quienes han recibido de Dios un don que es también ardua tarea. Particular importancia reviste, en consecuencia, la formación integral de la “dimensión humana” de los candidatos al sacerdocio y de los ministros ordenados. Una formación que debe incluir una adecuada y franca información sobre la castidad y la sexualidad, su interrelación, sus aspectos psicológicos y emocionales, junto a un acompañamiento integral, personalizado y permanente de los mismos.
Junto a esta tarea de formación es necesario proveer medidas concretas, de observancia obligatoria, capaces de garantizar la seguridad de los menores de edad y también de los sacerdotes en las diversas actividades que la Iglesia desarrolla en beneficio de la formación humana, espiritual y religiosa de sus fieles.
Una bien entendida “tolerancia cero” debe ciertamente caracterizarse por actos concretos de transparencia, de justicia y de reparación pero, sobre todo, de prevención. Todas las estructuras pastorales (diócesis, parroquias, instituciones educativas, etc.), bajo la supervisión de las autoridades jerárquicas competentes, deben asumir modelos normativos y protocolos de comportamiento idóneos a tal fin. Modelos y protocolos cuya eficacia y operatividad deben ser verificadas regularmente.
Es necesario asumir, por otra parte, con honda reflexión y espíritu humilde, un proceso de conversión personal y comunitaria. Las actuales contrariedades, más allá del malsano y cuestionable delirio mediático, hacen parte de la misteriosa Providencia divina, de su universal designio de salvación: un designio del cual el Clero no es sólo portador e instrumento, sino también humilde receptor. Las debilidades de unos pocos nos recuerdan a la mayoría nuestra propia fragilidad, nuestra permanente necesidad de buscar, en Cristo, en los sacramentos de la Iglesia, nuestra propia salvación y nuestra continua purificación. Bienvenida sea esta tormenta de la cual la Iglesia, sus sacerdotes y fieles, saldrán fortalecidos en la fe y más unidos que nunca (Marcos 4, 35-41). Dios escribe derecho en renglones torcidos… obtiene del mal abundancia de bien.
*Sacerdote de la Arquidiócesis de Barranquilla. Secretario de la Nunciatura Apostólica en Malta
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