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(Desde México especial para Kairós)
Este día, a la hora que usted o yo dispongamos, o cuando nuestras actividades del día lo permitan, podremos regresar al hogar y disfrutar –de verdad, así lo deseo– de una amable acogida: una comida caliente, un sillón para descansar, un baño para ducharnos, un momento para recrearnos, una cama que asegure un buen descanso, y lo más importante: una familia, un amigo, alguien que nos estima y que nos ayudará a recuperar los ánimos desgastados en la refriega de la vida cotidiana.
Sin embargo, existen muchas personas que no pueden darse este lujo porque sencillamente no tienen a donde llegar, no tienen una familia que los espere ni un hogar que puedan llamar “su hogar”. Los sociólogos los llaman los sin-techo y están en todas partes y a todas horas se les puede ver: deambulan por las calles, piden limosna en las iglesias, pernoctan en los parques y plazas o en algún rincón que pueda ofrecer alguna seguridad
Los sin-techo o sin-hogar son un enorme grupo de hombres y mujeres que viven en situación de diáspora permanente, desterrados, olvidados y muchas veces heridos por su comunidad de referencia. El fenómeno de las personas sin hogar es común a todos los países del mundo, aunque dentro de él conviven realidades de muy distinta definición. La gran mayoría vive en los países menos desarrollados y su situación está asociada estrechamente con la pobreza general. Sin embargo, millones de personas sin hogar viven en países industrializados en medio de sociedades opulentas. Sus problemas están más relacionados con problemas de comunicación que producen soledad, con el desempleo, enfermedades mentales, alcohol, drogas, etcétera.
Las estadísticas y las investigaciones suelen referirse a los datos objetivos, es decir, a las carencias de recursos tangibles como la vivienda o la alimentación. En este sentido, según la Organización de las Naciones Unidas, una de cada seis personas en el mundo –unos 1.000 millones de seres humanos– no tienen un techo digno donde cobijarse. De entre ellos, alrededor de cien millones son niños que viven en la calle, bien de manera permanente o bien durante el día o temporalmente, huyendo de sus familias que no les ofrecen abrigo afectivo. En América Latina hace tiempo que se distingue entre niños de la calle o niños en la calle, pues a los segundos les queda normalmente un mínimo soporte familiar al que agarrarse.
Cuando nos los encontramos sentados en las calles o a las puertas de las iglesias pidiendo limosna o, simplemente, descansando, tenemos la tentación de juzgarlos y condenarlos por haber llegado a esa situación o, en otros casos, nos sentimos culpables y, en consecuencia les damos una limosna. De las dos formas, en algunos casos, podemos hacer mucho mal. Estas situaciones no se arreglan ni evocando alguna ley, ni dándoles unos pesos de limosna.
Hoy sabemos –siempre lo hemos sabido– que estas personas necesitan ser acogidas, curadas y, en la medida de lo posible, integradas en la sociedad. Esto exige trabajo, paciencia y medios adecuados. Cuando los daños en la persona se han producido durante largos años, no podemos pretender curarlos en unos pocos días.
(Desde México especial para Kairós)
Este día, a la hora que usted o yo dispongamos, o cuando nuestras actividades del día lo permitan, podremos regresar al hogar y disfrutar –de verdad, así lo deseo– de una amable acogida: una comida caliente, un sillón para descansar, un baño para ducharnos, un momento para recrearnos, una cama que asegure un buen descanso, y lo más importante: una familia, un amigo, alguien que nos estima y que nos ayudará a recuperar los ánimos desgastados en la refriega de la vida cotidiana.
Sin embargo, existen muchas personas que no pueden darse este lujo porque sencillamente no tienen a donde llegar, no tienen una familia que los espere ni un hogar que puedan llamar “su hogar”. Los sociólogos los llaman los sin-techo y están en todas partes y a todas horas se les puede ver: deambulan por las calles, piden limosna en las iglesias, pernoctan en los parques y plazas o en algún rincón que pueda ofrecer alguna seguridad
Los sin-techo o sin-hogar son un enorme grupo de hombres y mujeres que viven en situación de diáspora permanente, desterrados, olvidados y muchas veces heridos por su comunidad de referencia. El fenómeno de las personas sin hogar es común a todos los países del mundo, aunque dentro de él conviven realidades de muy distinta definición. La gran mayoría vive en los países menos desarrollados y su situación está asociada estrechamente con la pobreza general. Sin embargo, millones de personas sin hogar viven en países industrializados en medio de sociedades opulentas. Sus problemas están más relacionados con problemas de comunicación que producen soledad, con el desempleo, enfermedades mentales, alcohol, drogas, etcétera.
Las estadísticas y las investigaciones suelen referirse a los datos objetivos, es decir, a las carencias de recursos tangibles como la vivienda o la alimentación. En este sentido, según la Organización de las Naciones Unidas, una de cada seis personas en el mundo –unos 1.000 millones de seres humanos– no tienen un techo digno donde cobijarse. De entre ellos, alrededor de cien millones son niños que viven en la calle, bien de manera permanente o bien durante el día o temporalmente, huyendo de sus familias que no les ofrecen abrigo afectivo. En América Latina hace tiempo que se distingue entre niños de la calle o niños en la calle, pues a los segundos les queda normalmente un mínimo soporte familiar al que agarrarse.
Cuando nos los encontramos sentados en las calles o a las puertas de las iglesias pidiendo limosna o, simplemente, descansando, tenemos la tentación de juzgarlos y condenarlos por haber llegado a esa situación o, en otros casos, nos sentimos culpables y, en consecuencia les damos una limosna. De las dos formas, en algunos casos, podemos hacer mucho mal. Estas situaciones no se arreglan ni evocando alguna ley, ni dándoles unos pesos de limosna.
Hoy sabemos –siempre lo hemos sabido– que estas personas necesitan ser acogidas, curadas y, en la medida de lo posible, integradas en la sociedad. Esto exige trabajo, paciencia y medios adecuados. Cuando los daños en la persona se han producido durante largos años, no podemos pretender curarlos en unos pocos días.
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