Por Carlos Alberto Hernández Arango, Pbro*
Todas las personas lo miran con curiosidad. Muchos quisieran penetrar en el secreto de su vida, en la intimidad de su misterio. Bíblicamente el sacerdote cumple una función eclesial de responsabilidad para que toda la estructura sacramental de la Iglesia funcione, por eso, la Madre Teresa de Calcuta, dirigiéndose a los sacerdotes en un retiro espiritual en Roma decía: “Que estupenda y maravillosa responsabilidad la del sacerdote: Ser un delegado de Jesucristo, ofrecer en su nombre el sacrificio expiatorio y encargarse de instruir al pueblo en nuestra santa religión, y para todo eso esforzarse por ser santos, porque nadie da de lo que no tiene”.
¿Por qué existe el sacerdote?
Para mucha gente, el sacerdote es un hombre raro, revestido de poderes divinos, el cual tiene la misión de actualizar en la tierra la obra redentora iniciada por Jesús en la cruz. Su misión es la de dar la vida de la Gracia, distribuir el Pan de la Eucaristía y santificar las almas.
“El sacerdote existe para celebrar la Eucaristía”, decía el Papa Juan Pablo II. El sacerdote es, y esto hay que repetirlo bien alto, porque son pocos los que quieren entenderlo, un misterio de amor, un hombre enamorado de Dios y de su pueblo.
Todos, al mirarlo, mas o menos hacen sus cálculos y emiten sus opiniones, pero, ¡que pocos son los que llegan ni siquiera a sospechar lo que encierra, supone la vida y el ser de cualquier sacerdote! Como el Hijo de Dios que vino a este mundo y los suyos no lo reconocieron, sus ministros son también con frecuencia para los suyos, los “grandes desconocidos”.
No deseamos con ello justificar los defectos de los sacerdotes, pues somos hombres todos, y hombres con defectos, pero en nada se opone a la dignidad del sacerdote católico. El sacerdote fue llamado y ungido por Dios, y haga lo que haga, este sello jamás dejará de estar adherido a su ser.
Escogido por Dios, el sacerdote es el colaborador de Dios en la obra de salvación; tiene en su poder, en su misma mano, las armas de Dios. Cuando nuestro obispo nos consagró sacerdotes, nos ungió las manos con el óleo santo y nos entregó el cáliz con el vino, y la patena, así, el sacerdote queda constituido representante y mediador entre Dios y los hombres, y ésta constituirá su suprema misión sobre la tierra.
El misterio de ser sacerdote
En el fondo del alma de cada sacerdote, hay un martirio secreto. Ese martirio nos viene primero de nuestro oficio que nos aplasta por su dignidad, uno se siente demasiado pequeño por ello, es como una visión grandiosa que nos encanta y nos espanta a la vez. El sacerdote vive tan cerca de Dios. Tiene confianza y tiene miedo a la vez.
Imagínense ustedes el peso de la Hostia consagrada que levanta el sacerdote en el momento de la consagración, es pequeña y es más pesada que todo el universo, contiene al Creador, pues no es una presencia simbólica de Jesús, es una presencia real y verdadera. Imagínense también lo que representa una absolución dada a un pobre pecador arrepentido; mi profesor de orden sacerdotal, comentaba un día que el padre Karl Ráhner decía: “Hay sacerdotes que se rompen la cabeza buscando nuevos métodos de promoción humana y se olvidan que la promoción más grande que se le puede hacer a un hombre es la de tomarlo en el lodo del pecado y a través de una absolución, ponerlo en la puerta del cielo”.
Se encuentra en el corazón sacerdotal el celo por las almas. Tal vez algunos nos dirán: “Pero, Padre, Usted tiene fe, ¿por qué inquietarse tanto?” Claro que tenemos fe. Es precisamente por la fe que todo se nos hace tan grave. Es la fe que nos inquieta tanto, pues el ministerio sacerdotal sería una tarea como las demás sin la fe; pero creemos que hay un Dios en tres personas, que hay un cielo y un infierno; sabemos que tenemos el perdón de Dios en la mano y que nuestros fieles tienen un alma inmortal, por eso, cada acción, cada palabra, tiene una responsabilidad muy grande. Nuestra palabra cae siempre sobre la inteligencia y los corazones con la autoridad de una misión divina. Sentimos la responsabilidad de la vida de nuestros fieles. Porque tenemos fe, sabemos que al terminar cada vida humana se encuentra la muerte y el juicio de Dios. Con tal preocupación, la vida del sacerdote se hace pesada y angustiada en ciertos momentos. Hemos sido escogidos y tenemos la impresión de ser siempre tan insuficientes, tenemos que estar allí y cumplir con tan delicada responsabilidad.
Por otro lado, no quiero quejarme. Tenemos la vocación más sublime, la vida más grande que pueda alcanzar un hombre en la tierra, el sacerdote no puede ser reemplazado ni siquiera por los ángeles del cielo, pues confesar y celebrar la Eucaristía es una función confiada por Cristo a los hombres que tienen las manos consagradas y a nadie más.
En nuestra vida, es la alegría que domina, que reina. Estamos alegres por haber sido escogidos para la misión más necesaria en medio del pueblo. Tenemos la alegría de predicar la Verdad a tantas almas que la necesitan tanto en su pobre vida, de enseñar la Verdad que no es nuestra, sino la de Cristo, y que podemos hacerlo con tanta autoridad, pues la Verdad no es un concepto intelectual ni una energía, la verdad es una persona y se llama Cristo. Jesús dice: “Yo soy la verdad”.
Tenemos la alegría de dar pan a la alma hambrienta, de dar paz al corazón atribulado y de pasar por el mundo como portadores de luz y distribuidores de la Gracia.
Que María Santísima, la Madre de la Iglesia, la Madre del sacerdote interceda por nosotros para que vivamos con ardor la Misión en Nuestra Arquidiócesis de Barranquilla.
*Subdirector del Seminario Regional Juan XXIII
¿Por qué existe el sacerdote?
Para mucha gente, el sacerdote es un hombre raro, revestido de poderes divinos, el cual tiene la misión de actualizar en la tierra la obra redentora iniciada por Jesús en la cruz. Su misión es la de dar la vida de la Gracia, distribuir el Pan de la Eucaristía y santificar las almas.
“El sacerdote existe para celebrar la Eucaristía”, decía el Papa Juan Pablo II. El sacerdote es, y esto hay que repetirlo bien alto, porque son pocos los que quieren entenderlo, un misterio de amor, un hombre enamorado de Dios y de su pueblo.
Todos, al mirarlo, mas o menos hacen sus cálculos y emiten sus opiniones, pero, ¡que pocos son los que llegan ni siquiera a sospechar lo que encierra, supone la vida y el ser de cualquier sacerdote! Como el Hijo de Dios que vino a este mundo y los suyos no lo reconocieron, sus ministros son también con frecuencia para los suyos, los “grandes desconocidos”.
No deseamos con ello justificar los defectos de los sacerdotes, pues somos hombres todos, y hombres con defectos, pero en nada se opone a la dignidad del sacerdote católico. El sacerdote fue llamado y ungido por Dios, y haga lo que haga, este sello jamás dejará de estar adherido a su ser.
Escogido por Dios, el sacerdote es el colaborador de Dios en la obra de salvación; tiene en su poder, en su misma mano, las armas de Dios. Cuando nuestro obispo nos consagró sacerdotes, nos ungió las manos con el óleo santo y nos entregó el cáliz con el vino, y la patena, así, el sacerdote queda constituido representante y mediador entre Dios y los hombres, y ésta constituirá su suprema misión sobre la tierra.
El misterio de ser sacerdote
En el fondo del alma de cada sacerdote, hay un martirio secreto. Ese martirio nos viene primero de nuestro oficio que nos aplasta por su dignidad, uno se siente demasiado pequeño por ello, es como una visión grandiosa que nos encanta y nos espanta a la vez. El sacerdote vive tan cerca de Dios. Tiene confianza y tiene miedo a la vez.
Imagínense ustedes el peso de la Hostia consagrada que levanta el sacerdote en el momento de la consagración, es pequeña y es más pesada que todo el universo, contiene al Creador, pues no es una presencia simbólica de Jesús, es una presencia real y verdadera. Imagínense también lo que representa una absolución dada a un pobre pecador arrepentido; mi profesor de orden sacerdotal, comentaba un día que el padre Karl Ráhner decía: “Hay sacerdotes que se rompen la cabeza buscando nuevos métodos de promoción humana y se olvidan que la promoción más grande que se le puede hacer a un hombre es la de tomarlo en el lodo del pecado y a través de una absolución, ponerlo en la puerta del cielo”.
Se encuentra en el corazón sacerdotal el celo por las almas. Tal vez algunos nos dirán: “Pero, Padre, Usted tiene fe, ¿por qué inquietarse tanto?” Claro que tenemos fe. Es precisamente por la fe que todo se nos hace tan grave. Es la fe que nos inquieta tanto, pues el ministerio sacerdotal sería una tarea como las demás sin la fe; pero creemos que hay un Dios en tres personas, que hay un cielo y un infierno; sabemos que tenemos el perdón de Dios en la mano y que nuestros fieles tienen un alma inmortal, por eso, cada acción, cada palabra, tiene una responsabilidad muy grande. Nuestra palabra cae siempre sobre la inteligencia y los corazones con la autoridad de una misión divina. Sentimos la responsabilidad de la vida de nuestros fieles. Porque tenemos fe, sabemos que al terminar cada vida humana se encuentra la muerte y el juicio de Dios. Con tal preocupación, la vida del sacerdote se hace pesada y angustiada en ciertos momentos. Hemos sido escogidos y tenemos la impresión de ser siempre tan insuficientes, tenemos que estar allí y cumplir con tan delicada responsabilidad.
Por otro lado, no quiero quejarme. Tenemos la vocación más sublime, la vida más grande que pueda alcanzar un hombre en la tierra, el sacerdote no puede ser reemplazado ni siquiera por los ángeles del cielo, pues confesar y celebrar la Eucaristía es una función confiada por Cristo a los hombres que tienen las manos consagradas y a nadie más.
En nuestra vida, es la alegría que domina, que reina. Estamos alegres por haber sido escogidos para la misión más necesaria en medio del pueblo. Tenemos la alegría de predicar la Verdad a tantas almas que la necesitan tanto en su pobre vida, de enseñar la Verdad que no es nuestra, sino la de Cristo, y que podemos hacerlo con tanta autoridad, pues la Verdad no es un concepto intelectual ni una energía, la verdad es una persona y se llama Cristo. Jesús dice: “Yo soy la verdad”.
Tenemos la alegría de dar pan a la alma hambrienta, de dar paz al corazón atribulado y de pasar por el mundo como portadores de luz y distribuidores de la Gracia.
Que María Santísima, la Madre de la Iglesia, la Madre del sacerdote interceda por nosotros para que vivamos con ardor la Misión en Nuestra Arquidiócesis de Barranquilla.
*Subdirector del Seminario Regional Juan XXIII
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