Por Johan Llanos Berdugo*.
El hecho histórico de la revelación fue destacado por el Concilio Vaticano II en la constitución dogmática Dei Verbum (DV). Junto a otras muchas, la novedad más importante de DV es la constitución misma; DV supone, antes que nada, un cambio de paradigma en la concepción de la Escritura.
DV habla de la Sagrada Escritura en el marco general de la Revelación y ésta no se entiende como un conjunto de “decretos” dados por Dios a los hombres, sino como un desplegarse del amor de Dios a los hombres que se manifiesta en acciones y palabras y que tienen su sentido y su unidad en Jesucristo. (Por eso se ha dicho que uno de los mayores meritos de DV es haber conducido todo a la unidad: unidad del Revelador y del Revelado, unidad de los dos Testamentos, unidad de la Escritura y la Tradición). Por ello, la Sagrada Escritura no aparece sino en el capitulo II, cuando se aborda la transmisión de la Revelación divina y, desde esa aparición, pasa a ser el tema del resto de la constitución. Situados en el marco general de la Revelación, recibe su luz la explicación de las nociones relativas a la Sagrada Escritura (inspiración, interpretación, relación entre los dos testamentos, etc). Este hecho de situar la Escritura en el marco más dinámico de la Revelación y de su transmisión ofrecía una salida donde las encíclicas bíblicas anteriores habían embarrancado en la noción de inspiración, entendida en un margen excesivamente estrecho, reducido a la acción de Dios sobre los hagiógrafos.
La revelación no es, ni un mito extraño a la historia ni una especulación abstracta; se realiza en la historia, y ésta culmina en Jesucristo (cf. DV, 2; 4; 7; 13). La intensificación y condensación cristológica todavía hace más clara otra dimensión profunda. A través de palabras y obras Dios no revela una cosa: se revela a sí mismo. El Concilio habla de un “revelarse a sí mismo y comunicar el secreto de su voluntad”. De este modo, da un paso decisivo hacia adelante, pasa de una comprensión teórica-instructiva, a una comprensión teórica-comunicativa. Esto significa que la Palabra de Dios no quiere instruir sobre realidades sobrenaturales; se trata más bien de una comunicación de “Persona a persona”.
El evento de la revelación es en el fondo un evento dialógico de comunicación. Esta se realiza y se convierte en participación. La DV nos ha entregado un nuevo concepto de revelación, ya no comprendida como información doctrinal, como “instrucción” de Dios al hombre y eso ha significado una comprensión más significativa para la mentalidad actual, como “comunicación personal y amistosa”. No creo que sea una exageración afirmar que el número 2 de la DV es el texto más importante del magisterio contemporáneo.
La economía de la Revelación se realiza, precisa DV 2, “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre si”. La Revelación se encuentra, por tanto, no sólo en las acciones salvíficas de Dios en la historia de la salvación, ni solamente en las palabras encargadas de dilucidar el sentido de las acciones divinas en la historia, se encuentra en la unión orgánica de los sucesos narrados y de las palabras que los acompañan.
La Iglesia, según afirma la DV, sabe que la Palabra eterna de Dios no se identifica con la letra de la Escritura ni de los textos dogmáticos formulados por la tradición. Ambos textos son codificaciones parciales de la plenitud del Evangelio. Desde esa perspectiva, la revelación es la acción de Dios en la historia acogida e interpretada por la fe de la asamblea de los fieles. Sabemos que la fe, en su dimensión cognitiva, es un saber interpretativo que no puede desprenderse de las condiciones históricas en que ocurre. “Ningún lenguaje consigue agotar la totalidad de la verdad, porque lo relativo del lenguaje no se puede identificar con lo absoluto de la palabra de Dios”.
La Tradición, tal y como la entiende el Vaticano II, es la misma vida de la Iglesia que reinterpreta las Escrituras en el horizonte de la novedad de la historia generando una mayor autocomprensión de sí misma y de su misión.
Desde esa perspectiva, no nos toca repetir las palabras de la Escritura o los dogmas de la Iglesia como loros o robots preconfigurados; tenemos que crecer en la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas, contemplándolas, estudiándolas y repasándolas por el corazón. Obviamente, no tenemos otra forma de realizar esas tareas sino desde nuestros condicionamientos y entornos culturales; desde nuestra humanidad siempre atravesada por la contingencia y la precariedad.
Nuestro camino hacia la verdad discurre por la contemplación, el análisis y el repaso cordial de la palabra de Dios en el seno de una tradición que dialoga con los nuevos horizontes hermenéuticos que fluyen del mismo devenir histórico.
La reflexión teológica sobre la Revelación en su constituirse y en su trasmitirse a todos los hombres arranca de una primera constatación de suma importancia: el cristianismo es fundamentalmente una relación interpersonal del hombre con Dios, basada en la autocomunicación divina realizada en la historia. La Revelación está intrínsecamente vinculada a la salvación del hombre. La historia de la Revelación es, pues, historia de la salvación.
* Ing. en Telecomunicaciones. Universidad Autónoma del Caribe.
Lic. Ciencias Religiosas. Facultad de Teología Pontificia U. Javeriana.
Diplomado en Teología Bíblica. Universidad del Norte.
jojellabe11@hotmail.com
El hecho histórico de la revelación fue destacado por el Concilio Vaticano II en la constitución dogmática Dei Verbum (DV). Junto a otras muchas, la novedad más importante de DV es la constitución misma; DV supone, antes que nada, un cambio de paradigma en la concepción de la Escritura.
DV habla de la Sagrada Escritura en el marco general de la Revelación y ésta no se entiende como un conjunto de “decretos” dados por Dios a los hombres, sino como un desplegarse del amor de Dios a los hombres que se manifiesta en acciones y palabras y que tienen su sentido y su unidad en Jesucristo. (Por eso se ha dicho que uno de los mayores meritos de DV es haber conducido todo a la unidad: unidad del Revelador y del Revelado, unidad de los dos Testamentos, unidad de la Escritura y la Tradición). Por ello, la Sagrada Escritura no aparece sino en el capitulo II, cuando se aborda la transmisión de la Revelación divina y, desde esa aparición, pasa a ser el tema del resto de la constitución. Situados en el marco general de la Revelación, recibe su luz la explicación de las nociones relativas a la Sagrada Escritura (inspiración, interpretación, relación entre los dos testamentos, etc). Este hecho de situar la Escritura en el marco más dinámico de la Revelación y de su transmisión ofrecía una salida donde las encíclicas bíblicas anteriores habían embarrancado en la noción de inspiración, entendida en un margen excesivamente estrecho, reducido a la acción de Dios sobre los hagiógrafos.
La revelación no es, ni un mito extraño a la historia ni una especulación abstracta; se realiza en la historia, y ésta culmina en Jesucristo (cf. DV, 2; 4; 7; 13). La intensificación y condensación cristológica todavía hace más clara otra dimensión profunda. A través de palabras y obras Dios no revela una cosa: se revela a sí mismo. El Concilio habla de un “revelarse a sí mismo y comunicar el secreto de su voluntad”. De este modo, da un paso decisivo hacia adelante, pasa de una comprensión teórica-instructiva, a una comprensión teórica-comunicativa. Esto significa que la Palabra de Dios no quiere instruir sobre realidades sobrenaturales; se trata más bien de una comunicación de “Persona a persona”.
El evento de la revelación es en el fondo un evento dialógico de comunicación. Esta se realiza y se convierte en participación. La DV nos ha entregado un nuevo concepto de revelación, ya no comprendida como información doctrinal, como “instrucción” de Dios al hombre y eso ha significado una comprensión más significativa para la mentalidad actual, como “comunicación personal y amistosa”. No creo que sea una exageración afirmar que el número 2 de la DV es el texto más importante del magisterio contemporáneo.
La economía de la Revelación se realiza, precisa DV 2, “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre si”. La Revelación se encuentra, por tanto, no sólo en las acciones salvíficas de Dios en la historia de la salvación, ni solamente en las palabras encargadas de dilucidar el sentido de las acciones divinas en la historia, se encuentra en la unión orgánica de los sucesos narrados y de las palabras que los acompañan.
La Iglesia, según afirma la DV, sabe que la Palabra eterna de Dios no se identifica con la letra de la Escritura ni de los textos dogmáticos formulados por la tradición. Ambos textos son codificaciones parciales de la plenitud del Evangelio. Desde esa perspectiva, la revelación es la acción de Dios en la historia acogida e interpretada por la fe de la asamblea de los fieles. Sabemos que la fe, en su dimensión cognitiva, es un saber interpretativo que no puede desprenderse de las condiciones históricas en que ocurre. “Ningún lenguaje consigue agotar la totalidad de la verdad, porque lo relativo del lenguaje no se puede identificar con lo absoluto de la palabra de Dios”.
La Tradición, tal y como la entiende el Vaticano II, es la misma vida de la Iglesia que reinterpreta las Escrituras en el horizonte de la novedad de la historia generando una mayor autocomprensión de sí misma y de su misión.
Desde esa perspectiva, no nos toca repetir las palabras de la Escritura o los dogmas de la Iglesia como loros o robots preconfigurados; tenemos que crecer en la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas, contemplándolas, estudiándolas y repasándolas por el corazón. Obviamente, no tenemos otra forma de realizar esas tareas sino desde nuestros condicionamientos y entornos culturales; desde nuestra humanidad siempre atravesada por la contingencia y la precariedad.
Nuestro camino hacia la verdad discurre por la contemplación, el análisis y el repaso cordial de la palabra de Dios en el seno de una tradición que dialoga con los nuevos horizontes hermenéuticos que fluyen del mismo devenir histórico.
La reflexión teológica sobre la Revelación en su constituirse y en su trasmitirse a todos los hombres arranca de una primera constatación de suma importancia: el cristianismo es fundamentalmente una relación interpersonal del hombre con Dios, basada en la autocomunicación divina realizada en la historia. La Revelación está intrínsecamente vinculada a la salvación del hombre. La historia de la Revelación es, pues, historia de la salvación.
* Ing. en Telecomunicaciones. Universidad Autónoma del Caribe.
Lic. Ciencias Religiosas. Facultad de Teología Pontificia U. Javeriana.
Diplomado en Teología Bíblica. Universidad del Norte.
jojellabe11@hotmail.com
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