Por Julio Giraldo*
Julio Giraldo: En la Exhortación Apostólica Postsinodal “El Sacramento del amor” de Benedicto XVI sobre la Eucaristía, me ha llamado la atención la relación que hace el Papa entre la Eucaristía y la belleza. ¿A qué belleza se refiere el Papa?
Arzobispo: El Santo Padre retoma allí un tema que ha sido permanente en la teología católica. La fe cristiana es el esplendor de la verdad, es la manifestación plena de la belleza, que es uno de los atributos fundamentales de Dios. Cuando el texto bíblico nos dice que al crear “vio Dios que todo era muy bueno” (Génesis 1), está haciendo la afirmación básica de que en la creación se manifiesta la belleza, la bondad, la gloria misma del Creador.
El orden, la armonía, la perfección de la creación llevan al que sabe ver, a la contemplación y a la alabanza. En el Antiguo Testamento, Dios se manifiesta en el esplendor de su gloria liberando a su pueblo de la esclavitud, conduciéndolo a través del desierto, llevándolo a la tierra prometida, constituyéndolo como su pueblo, habitando en medio de él, en el Templo de Jerusalén, y por medio de David y sus sucesores, atrayéndolo hacia sí por medio de los profetas, iluminándolo por medio de la sabiduría y suscitando en él la esperanza de una salvación definitiva por medio del Mesías anhelado. Esa belleza y esplendor de Dios se revelan plenamente en Cristo, el Hijo de Dios que se hizo uno de nosotros en el seno de la Virgen María. A Él se aplican perfectamente las palabras del salmo 45: “Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia”.
Esta belleza de la que hablamos no es, como lo dice el Papa, un mero esteticismo, sino que hay una conexión intrínseca entre la revelación del misterio de Dios y la belleza de la salvación que se nos ofrece. Y esa belleza se refleja de manera especial en la liturgia y especialmente en la celebración de la Eucaristía, porque en ella “resplandece el misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la Comunión”.
J. G.: Sin embargo, creo que no es fácil descubrir esa belleza. Más bien, a veces, las celebraciones no están a la altura…
Arzobispo: Éste es el gran reto que el Santo Padre nos plantea de nuevo: que en la celebración de la Eucaristía podamos todos vivir ese esplendor de la belleza que nos salva. Sin duda, que más allá de la belleza del rito, hay que descubrir la belleza misma del misterio que se hace presente. Como el mismo Papa lo indica, en Cristo la belleza adquiere una dimensión nueva. El crucificado, vejado, torturado, ensangrentado, exánime en la cruz, traspasado por la lanza, revela una belleza que está más allá de lo que captan los sentidos: la belleza del amor hasta el extremo, del amor sin límites, del amor que se entrega hasta la donación total, del amor que no pide a cambio sino la respuesta del amor. En el cántico de Isaías, capítulo 53, que se lee el Viernes Santo se decía del siervo de Dios “sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, ante el cual se ocultan los rostros”. Estas palabras se aplican plenamente al Crucificado porque Él ha logrado, con su entrega de amor, “transfigurar el misterio oscuro de la muerte en la luz radiante de la resurrección”. Y continúa el Papa: “Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio Pascual”.
De esta manera, la belleza de la liturgia no es un elemento decorativo, sino un elemento constitutivo de la celebración. Por eso, hay que cuidar especialmente que en ella todo resplandezca por el orden, el ritmo acompasado, la perfección del rito, la clara significación de cada uno de los momentos que la constituyen. Pero, más allá de esa belleza formal, la verdadera belleza de la liturgia debe manifestarse en la fuerza salvadora que despliega en nosotros. Como lo decía el papa Juan Pablo II, la Eucaristía es el modo de ser de Cristo que se imprime en el corazón del que la celebra, para que de allí se irradie en el mundo entero. Es la belleza del amor que salva la que debe impregnar toda la celebración y, por medio de la celebración, el corazón de los que la celebran. La Eucaristía es, por lo tanto, una fuerza transformadora que hace posible que el cristiano vuelva al mundo, a su vida ordinaria, a su quehacer diario en todos los campos, lleno de esa belleza que ha contemplado en Cristo que nos da Su cuerpo entregado y Su sangre derramada para que tengamos la vida y la vida en abundancia. Pletórico de esa belleza que salva, el que ha celebrado la Eucaristía tiene que convertirse en el testigo claro del amor misericordioso de Dios hacia todos, especialmente hacia los más pobres y necesitados.
De esta manera, la exclamación frecuente al final de la Eucaristía: “¡Cómo estuvo de bella la celebración eucarística” se hace no sólo una constatación, sino también un reto: lograr que esa belleza se traduzca en la belleza de la vida diaria: una vida llena de respeto, de aceptación, de ayuda, de solidaridad, de amor hacia todas y cada una de las personas con las cuales compartamos la existencia, incluso con aquellas con quienes solamente intercambiamos un saludo o nos rozamos en la calle. Así la belleza de Dios se irradiará más fuertemente en toda la sociedad.
* Historiador – Periodista. julioetica@yahoo.com
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