jueves, julio 02, 2009


Pentecostés: dinamismo de permanencia y despliegue

Por Johan Llanos Berdugo*

No resulta sencillo hablar del Espíritu Santo, aunque su acción lo inunde todo y llegue hasta lo más profundo de nuestros corazones. Su presencia fecunda y silenciosa resulta similar al aire que llena nuestros pulmones: es invisible, apenas si lo percibimos, aunque por una acción oculta a nuestra mirada nos permite la vida.

El hombre es un ser creado por amor y para realizarse amando. Por ello no nos debería sonar extraño que su mayor desconsuelo sea el descubrir la fragilidad de su corazón y de su propia capacidad de amar. Sumidos en contradicciones y extravíos encontramos que, a causa de nuestras miserias y egoísmos, se nos hace difícil vivir en profundidad el dinamismo amoroso del encuentro, la única senda capaz de realizarnos a plenitud. Frente al Señor Jesús que, desde la Cruz, nos llama y nos invita a la felicidad verdadera, frente a Dios que lo entrega todo, parece a veces que nosotros sólo podemos responder con el débil latido de una entrega temerosa. Tal vez ésta sea una experiencia similar a la de los Apóstoles. Ellos han caminado al lado del Maestro, han contemplado con sus ojos las acciones del Señor y han escuchado su voz pronunciando sus propios nombres. Ellos lo han visto entregarse hasta el extremo como el Amigo bueno, también atravesar triunfante y resucitado el negro velo de la muerte. Sin embargo, todo eso no basta. A pesar de todo lo experimentado y compartido con el Señor Jesús, descubren las limitaciones de un corazón de piedra, frío y endurecido, incapaz de corresponder al amor del Crucificado con toda la fuerza y la generosidad de sus propios anhelos. Llenos de miedo y timidez aguardan afligidos y a puerta cerrada. ¿Quién podrá aliviar semejante frustración?

El mismo Señor parece querer respondernos a través del profeta Ezequiel cuando nos anuncia: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”. Tal vez aún no hemos tomado conciencia de la fuerza con que esta promesa del Antiguo Testamento ilumina nuestras vidas. El amor que el Espíritu Divino infunde en nuestros corazones sella su acción con un doble dinamismo de “permanencia y despliegue”.

El “dinamismo de permanencia” se manifiesta en un amor que tiende a unificar y reconciliar las rupturas interiores. Hablamos de un amor que, infundido en el corazón humano, guarda señorío y soberanía sobre toda la persona. Nadie da lo que no tiene, y nadie puede entregarse en el amor si no se auto-posee. Así nos enseña el Señor: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo. La generosidad del amor del Señor es proporcional a la intensidad de su autoposesión y señorío sobre sí mismo.

Por otro lado, bajo el suave influjo del Espíritu, pareciera que se afirma la propia identidad de quien lo experimenta. Lo vemos -incidiendo progresivamente en aspectos esenciales de la propia identidad- en la “Anunciación-Encarnación” y en la “visitación” a Isabel. En ambos casos María, bajo la sombra del poder del Altísimo, se define como la “sierva del Señor”, y en el segundo, Isabel, llena del Espíritu Santo, de manera implícita, anuncia a Dios como su Señor. En el pasaje de la Presentación de Jesús en el Templo, el anciano Simeón también manifiesta su condición de “siervo” de Dios. En el Bautismo del mismo Señor Jesús desciende el Espíritu Santo a la vez que una voz celestial revela y afirma su identidad como Hijo de Dios: “Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado”.

El “dinamismo de despliegue” se hace palpable en un Amor que se comunica y da la vida. Es el dinamismo presente en el Génesis -en el que se dice que el Espíritu de Dios “aleteaba por encima de las aguas”- y que crea el universo entero. Es el mismo Espíritu de Amor que desciende sobre María y la cubre con el poder del Altísimo para dar inicio a la nueva creación, a la nueva vida de gracia que nos trae el Reconciliador. Este dinamismo se evidencia en la experiencia vital. Quien ama se llena de vida y, si su amor es auténtico, se desborda en una fuerza incontenible que se manifiesta en un anhelo de amar cada vez más. De hecho el apostolado es expresión de ese amor de sobreabundancia que lleva a desplegar las propias capacidades. Por ello el Espíritu, que es comunicación y encuentro, es fuerza fecunda que genera vida y lleva a la plena realización humana. El corazón que es dócil a las mociones del Espíritu encuentra un amor capaz de resonar y prolongarse por generaciones de generaciones a toda la humanidad.

Vivir realmente “Pentecostés”, teniendo en cuenta todo lo dicho anteriormente, es dejarse penetrar por la fuerza del Espíritu Divino, como un momento culminante de su acción sobre el corazón humano, donde se evidencie aquel doble dinamismo de “permanencia y despliegue”.

Es cierto que la violencia, la injusticia, la miseria y la corrupción en todos los ámbitos de la sociedad nos llenan de miedo, desaliento y desesperanza. No vemos salidas y preferimos encerrarnos en nosotros mismos, en nuestros asuntos individuales y olvidarnos del gran asunto de Jesús. Entonces es cuando Él irrumpe en nuestro interior, traspasa las puertas del corazón e ilumina el entendimiento para que comprendamos que no nos ha abandonado. El Espíritu de Dios sigue actuando en la historia aunque aparentemente no lo percibamos. Muchas veces no lo sentimos porque actúa en forma muy sencilla a través de gestos que pueden pasar desapercibidos. No es necesario hacer tanta bulla para decir que el Espíritu está actuando.

* Ingeniero en Telecomunicaciones. Lic. Ciencias Religiosas. Fac de Teología. Pontificia U. Javeriana. Diplomado en Teología Bíblica. Universidad del Norte. Estudiante Maestría en Bioética. e-mail: jojellabe11@hotmail.com

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