viernes, julio 03, 2009

Solemnidad del Corpus Christi
Por Comisión Arquidiocesana de Liturgia
La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre Santísimos de Cristo o “Corpus Christi” se celebra el Domingo siguiente a la Solemnidad de la Santísima Trinidad, dentro del Tiempo Ordinario, que este año en particular corresponde al 14 de Junio.

Esta Solemnidad no sólo nos invita a adorar la presencia sacramental de Jesús, sino que nos lleva a reflexionar sobre el valor de la Celebración Eucarística, y a vivir de acuerdo con la doctrina de Cristo y su acción salvadora.

Algo de Historia
A partir del año 1208, el Señor se aparece a Santa Juliana (1193 -1258), primera abadesa agustina de Mont-Cornillon (Bélgica). Esta religiosa es una enamorada de la Eucaristía, que, incluso físicamente, encuentra en el pan del cielo su único alimento. El Señor inspira a Santa Juliana la institución de una fiesta litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Por ella los fieles se fortalecen en el amor a Jesucristo, expían los pecados y desprecios que se cometen con frecuencia contra la Eucaristía, y al mismo tiempo contrarrestan con esa fiesta litúrgica las agresiones sacrílegas cometidas contra el Sacramento por muchos en aquella época.

En 1264, el Papa Urbano IV, extiende esta solemnidad litúrgica a toda la Iglesia latina, mediante la Bula Transiturus. Esta carta magna del culto eucarístico es un himno a la presencia de Cristo en el Sacramento y al amor inmenso del Redentor, que se hace nuestro pan espiritual.

Es de notar que en esta Bula romana se indican ya los fines del culto eucarístico, que más adelante serán señalados por Trento, por la Mediator Dei de Pío XII o por los documentos pontificios más recientes:
1) reparación, «para expiar la maldad e insensatez de los herejes»;
2) alabanza, «para que clero y pueblo, alegrándose juntos, alcen cantos de alabanza»;
3) servicio, «al servicio de Cristo»;
4) adoración y contemplación, «adorar, venerar, dar culto, glorificar, amar y abrazar el Santísimo Sacramento»;
5) anticipación del cielo, «para que, pasado el curso de esta vida, se les conceda como premio»

Tratar a Jesús en la Palabra y en el Pan
Jesús se hace realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar, para que nos atrevamos a tratarle, para ser el sustento nuestro, con el fin de que nos hagamos una sola cosa con Él.

Cuando nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o la adoramos reservada en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe, pensar en esa existencia nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante el cariño y la ternura de Dios.

Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perpetuamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único. Es toda nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del vino.

Ante todo, hemos de amar la Santa Misa que debe ser el centro de nuestro día. Si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Sagrario.

Fecundidad de la Eucaristía
Cuando el Señor en la Ultima Cena instituyó la Sagrada Eucaristía, era de noche en el mundo, porque los viejos ritos, los antiguos signos de la misericordia infinita de Dios con la humanidad iban a realizarse plenamente, abriendo el camino a un verdadero amanecer: la nueva Pascua. La Eucaristía fue instituida durante la noche, preparando de antemano la mañana de la Resurrección.

También en nuestras vidas hemos de preparar esa alborada. Todo lo caduco, lo dañino y lo que no sirve –el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía– todo eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. No podemos volver a la antigua levadura, nosotros que tenemos el Pan de ahora y de siempre.

En esta fiesta, los cristianos acompañan en procesión al Señor, quien recorre las calles y plazas –lo mismo que en su vida terrena–, saliendo al paso de los que quieren verle, haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro?

Las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con testimonio de conducta cristiana. Si hemos sido renovados con la recepción del Cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese “buen olor de Cristo” (2 Cor. 2, 15), porque recuerdan su modo de comportarse y de vivir.

La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia, repetimos, no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este Domingo, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse, de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra. No nos faltan errores, miserias, pecados. Pero Dios está con los hombres, y hemos de disponernos para que se sirva de nosotros y se haga continuo su tránsito entre las criaturas.
Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: “Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan 12, 32).

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